Como en la fábula de 'El conde Lucanor' que cuenta lo que sucedió a un hombre que por pobreza y a falta de otra cosa ... comía altramuces, nos sentimos desgraciados o afortunados según con quién nos comparemos. Mientras para unos vivimos en el mejor de los mundos posibles, para otros nunca hemos estado peor. Todo depende en esta polarizada sociedad del color del cristal con que se mira, si es rojo, azul, morado, naranja o verde.
Con todo, tendemos a no valorar lo que tenemos y a quejarnos de lo que carecemos. No significa eso que debamos resignarnos con nuestra suerte; al revés, debe alentarnos a luchar por mejorarla sin perder la perspectiva, pues hay quien parte de más abajo y no cae en el desánimo, se alegra de que aún pueda empujar pendiente arriba la enorme roca que le ha caído en gracia. Porque al final se trata de eso, de tener fuerzas para seguir empujando y subiendo. Esa sisífica tarea es la que da sentido a nuestras vidas y no llegar a la cima.
Quienes hemos nacido desde este lado del telón de acero y de las vallas de Ceuta y Melilla, sobre todo los de mi generación y los más jóvenes, solemos no ver más allá de esos muros de las lamentaciones ni ser conscientes de cuán peor están los del otro lado. Así, como siempre, o casi siempre, hemos vivido en una democracia y en un estado de bienestar, no estimamos en su justa medida ni una cosa ni otra, no sabemos qué es en verdad no poder disfrutarlas, qué es, por ejemplo, sobrevivir con poco más de lo puesto en el corazón negro de África o malvivir con miedo bajo la bota de una dictadura o la mirada represora y misógina de una teocracia como la afgana o la iraní.
Y lo que no valoramos lo suficiente no lo defendemos con ahínco. Mucha culpa de ello la tiene esta crisis mutante que padecemos desde al menos 2008, que está minando nuestra fe en la democracia y el estado de bienestar. La Gran Recesión causada por el estallido de la burbuja inmobiliaria hundió nuestra economía y empobreció a las clases medias, esas a las que acusó de vivir por encima de sus posibilidades el mismo sistema que las incitó a ello. Por ende, se abrió aún más la brecha entre ricos y pobres. Para reducir los crecientes agujeros de las arcas públicas, los gobiernos recortaron gastos en pilares del estado de bienestar como la sanidad. Entonces llegó la pandemia de covid y tuvimos que afrontarla con una salud pública mermada. Y cuando parecía que empezábamos a levantar cabeza, estalló la guerra de Ucrania, que ha situado las manecillas del 'reloj del fin del mundo', puesto en marcha por científicos atómicos en 1947, más cerca del apocalipsis que nunca, a solo 90 segundos, amén de encarecer nuestras vidas cuando aún estábamos remendando nuestros bolsillos.
El creciente malestar social provocado por esta crisis mutante ha aumentado la desafección política de los ciudadanos, haciéndolos más receptivos a los discursos del odio nacionalpopulistas que cuestionan la democracia liberal y un estado de bienestar universal, que incluya a los inmigrantes. Sin embargo, la solución a nuestros problemas de niños bien no está en menos democracia y menos estado de bienestar, sino en todo lo contrario, en reforzar una y otro. Solo tenemos que mirar más allá de nuestros ombligos para comprobarlo, para ver qué pasa allí donde carecen de democracia o estado de bienestar y se comen las cáscaras de los altramuces que nosotros tiramos.
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