La elección
César Rina Simón
Viernes, 30 de mayo 2025, 23:10
Los orígenes de esta columna sabatina me pillaron en la playa. Allí, apostado en la arena contemplado las olas, como si fueran hacer algo diferente ... de repente, buscaba un leitmotiv que diera coherencia a los textos. Pronto empezó a cundir la desesperación. No encontraba el hilo que justificara esto. Ni siquiera el mar me mandaba botellas con ideas. Entonces miré a mis hijos, que en la frontera del agua se afanaban en mover tierra y levantar una fortaleza de arena con un empeño titánico. Sudaban como pollos y el suelo se hacía cada vez más duro, pero su esfuerzo no disminuía. Las olas iban y venían, arañando milímetros de arena, acercándose sigilosamente a la presa faraónica que mis hijos se afanaban en construir. Lo que hacían era absolutamente inútil. En cuestión de minutos, la marea barrería de un golpe lo que tanto esfuerzo les había costado construir. Sin embargo, la previsible inundación no les desaminaba. Estaban instalados en la inutilidad. Así surgieron estas columnas.
Me alegro de esta elección porque al poco tiempo regresamos a los trabajos, a la vorágine, a comer de pie y a dormir sentados. Y regresé al tren. ¡Qué lugar! La dirección de este periódico debería poner un corresponsal para que hiciera cada día el trayecto a Madrid ida y vuelta y contara lo que pasa, que es básicamente todo. Sección local, sección regional y sección ferroviaria.
El miércoles 28 de mayo el Alvia de la mañana arrolló a una persona a la altura de Talavera de la Reina, una desgracia. Estas cosas no se pueden evitar, pero lo que viene después sí. En el tren, como en el amor, cuando las cosas van rodadas no hay problema, puntualidad y buen servicio, pero cuando hay un imprevisto ADIF colapsa, como aquellos informáticos a finales de 1999 que no sabían si en unas horas estaríamos en el año 2000 o en 1900.
En el tren viajaba Iván Espinosa de los Monteros, que la tarde antes había presentado un libro en Cáceres con su rostro en la portada. Algo sobre salvar España. Con lo que nos cuesta salvarnos a nosotros mismos… qué manía tienen de salvarnos a los demás. ¡Oiga! ¡Déjeme naufragar tranquilo! Como era mi cumpleaños, decidí no amargarme la tarde. Nada de presentaciones ni nada de atascos.
Vuelvo al tren parado. A la hora nos distribuyeron en dos autobuses para llevarnos a Leganés, y de allí al cielo. Ahí comprobé que algunos tienen el don de elegir siempre bien. Yo escogí el bus de la izquierda, y Espinosa de los Monteros se decantó por el de la derecha. Me equivoqué. En mi autobús no funcionaba el aire acondicionado y fuera el sol achicharraba las últimas flores de la primavera. Hora y media infernal, con personas mayores y bebés al borde del colapso. La gente empezó a hiperventilar, hubo gritos, vómitos, desfallecimientos… El conductor, temeroso de un motín, decidió acelerar, saltarse unos cuantos semáforos en rojo y atravesar rotondas por el medio. Calor de julio y cincuenta personas encerradas en un horno, sin agua, sin aire, sin escapatoria. Allí estalló la humanidad, con todo lo que tiene de apoteósica y macabra.
Empiezo a entender a muchos viajeros habituales que, durante las movilizaciones del AVE, decían que no querían velocidad, sino dignidad. Quizá esto no llegue a los responsables de ADIF pero, como mis hijos levantando efímeros castillos de arena, me conformo con hacerlo, y ya que las olas hagan su trabajo.
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