Diferentes, pero poco
Pronto la sana competencia artística dio paso a la geopolítica más hortera
Ana Zafra
Lunes, 13 de mayo 2024, 07:45
El ser humano necesita pertenecer a un grupo. Ya sea equipo de fútbol o club de lectura tibetana, a cada cual le da por apuntarse ... a algo con lo que, además de encontrarse con iguales, marcar el territorio para ser diferente. Esto trasladado al terruño hace que, por ejemplo, tiremos al pilón a los del pueblo vecino o que las morcillas de Arroyo compitan con las de Guadalupe a la vez que aquí prefiramos cualquiera de ellas a las de, pongamos, Burgos.
Pensaba esto en un fin de semana plagado de sentimientos territoriales a la par que universales. En Cáceres, por ejemplo, hemos asistido a un despliegue multiétnico con el Womad, un festival que trata de mostrar las singularidades de cada ritmo del mundo. De África a Perú, de Garrovillas a Nepal, cada cual diferente en armonías y, sin embargo, todos pertenecientes a un grupo diferente –el de la música, arte y danza– que excluye a quienes la naturaleza no dotó de arte alguno.
Hemos, además, ¿disfrutado? de otro evento de origen idiosincrático: Eurovisión. Servidora no lo vio, pero lleva mentalmente tatuadas las canciones de ABBA y aquello de «guayominí-ten-poins» que cada año escuchaba de pequeña. Resulta que una Europa, herida por dos guerras, necesitada de unión y reivindicación exterior, inventó un concurso donde sus países mostrasen lo mejor de cada tierra. Pronto la idílica exposición de las diferencias quedó aplanada por las modas unificadoras y la sana competencia artística dio paso a la geopolítica más hortera. Ahora, cada país vota según intereses y se rumorea, incluso, que ya en el pasado hubo quien compró ser ganador para blanquear la imagen de un régimen no democrático. Últimamente, hasta Australia participa.
Y, como guinda, las elecciones catalanas. Desconozco el resultado y, si las encuestas no han fallado, puede que los catalanes también. No sé, por tanto, qué importancia ha tenido el voto separatista o cuántos han comprendido que por libre no se llega a ningún sitio.
Pero, no nos engañemos, nacionalistas somos todos. Nuestro pueblo es el mejor, nuestra región, la primera y nuestro país, sin igual. Europa es la cuna de la civilización frente a los incultos yanquis y, si apareciese una cultura superior en Venus, los terrícolas siempre seríamos más guapos o haríamos mejores paellas.
Sentirse orgulloso de lo propio es imprescindible. Y defender lo autóctono para que perdure en un mundo cada vez más uniforme. El problema es cuando ese sentimiento «tribal» se vuelve excluyente y aparta a los de fuera e, incluso, a los de dentro que no piensan igual. O cuando el patriotismo implica sacrificios, desde una guerra santa a preferir embajadas de autobombo antes que desalinizadoras anti-sequía.
El nacionalismo puro es casi imposible en este mundo global: ¿acaso consumimos exclusivamente productos españoles? ¿Acaso rechazamos fondos europeos mientras ensalzamos pertenecer a nuestro pueblo? Y es que, como dice el profesor Madina, «no podemos vivir en el siglo XXI con un cerebro emocional del pleistoceno».
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