Turismo de sequía
Alfonso Callejo
Miércoles, 3 de mayo 2023, 07:46
En España, algunas familias acaudaladas de finales del siglo XIX se lanzaron a «veranear» fuera de sus residencias (como a San Sebastián), pero no fue ... hasta que las clases medias lograron zafarse de las penurias de la posguerra, cuando comenzó el verdadero boom turístico, básicamente centrado en las costas, que convirtió pueblos de pesca en auténticos y mastodónticos Manhattan, como Benidorm y Torremolinos. Pero siempre había quien nadaba a contracorriente y prefería la bella autenticidad de playas como las de Figueira da Foz. Uno de estos inconformistas fue mi padre, que también practicó el llamado turismo de interior, que floreció por el creciente hastío del «sol y playa», y otros aditamentos que no podían encontrarse en las costas. Así empezaron a surgir apellidos del turismo, como el turismo termal o de balnearios, el turismo de naturaleza, el turismo cultural, el religioso, el de fiestas y tradiciones, y más recientemente, el turismo gastronómico.
A todas estas manifestaciones o pretextos para viajar y pasar unos días de esparcimiento ajenos a nuestras ocupaciones cotidianas, ha venido a unirse otro tipo de turismo, que pone de manifiesto la camaleónica facultad del ser humano para reinventarse cuando parece que se agotan los espacios de interactuación. Hablamos del «turismo de sequía», que ha venido a utilizar la dramática emergencia climática que padecemos para descubrir nuevos subterfugios de orden cultural para desplazarse geográficamente. Las bajas cotas de muchos pantanos, de los más de 1.500 que hay en España, han hecho emerger innumerables vestigios históricos, olvidados desde hace décadas y completamente desconocidos para los más jóvenes, potente reclamo para Instagram.
Las bajas cotas de muchos pantanos, de los más de 1.500 que hay en España, han hecho emerger innumerables vestigios históricos
No solo es ya el dolmen de Guadalperal, vigilado desde lo alto por la columnata de Augustóbriga rescatada de las aguas de Valdecañas, que a veces nos deja ver las ruinas de la anegada Talavera la Vieja. Pueden visitarse ya pueblos enteros, como Aceredo en Ourense, y pasear por sus desdibujadas calles. O entrar sesenta años después en la iglesia de Sant Romá, devuelta por las menguantes aguas del pantano de Sau (Barcelona). En Las Rozas de Valdearroyo (Cantabria) puede visitarse la llamada 'catedral de los peces'. Y podríamos seguir un amplio periplo en busca de viejos campamentos romanos, puentes medievales, castros ibéricos y petroglifos diversos, un patrimonio inundado que se nos ofrece ahora como una verdadera Atlántida devuelta por el cambio climático. Los pueblos emergidos por la sequía suelen ser también visitados por el turismo emocional de quienes fueron arrojados de ellos, o por sus descendientes, cuando se construyó el pantano que lo anegó. En este caso se buscan recuerdos, vivencias infantiles, sensaciones visuales confusas por el paso del tiempo. También mi padre hubiera disfrutado de esta verdadera arqueología sumergida, como lo hizo cuando estudió el basamento del puente de Alcántara en seco, hace más de cincuenta años.
Las personas que ejercen el turismo de sequía necesitan comprar, comer y dormir en las zonas que visitan. He aquí un insospechado nicho de posibilidades económicas para la desheredada España vaciada, en este caso de agua.
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