Una raja de sandía en Palazuelo Empalme
Cocido y postre. En aquella estación, los transbordos duraban una hora y daba tiempo a comer
Cuando los trenes no fallaban tanto, pero eran más lentos que el caballo del malo, la estación más importante de Extremadura era Palazuelo Empalme, un ... nombre novelesco que evoca transbordos, largas esperas y parejas de guardias civiles. Quienes hayan entendido lo del caballo del malo, ya saben, a los malvados de las películas del Oeste siempre los alcanzaba el sheriff o el Séptimo de Caballería… Quienes tengan unos años, digo, también tendrán recuerdos de la estación de Palazuelo con su cantina, sus viviendas de ferroviarios y su hora punta.
El momento de más trajín en Palazuelo llegaba poco después de las dos de la tarde, cuando se juntaban en el empalme los ómnibus de Salamanca a Cáceres, de Cáceres a Salamanca, de Madrid a Cáceres y de Cáceres a Madrid. En realidad, llegaban solo tres trenes, pero con ellos había que ensamblar un rompecabezas: la mitad del tren que llegaba de Cáceres se enganchaba con la mitad del tren que venía de Atocha y partían juntas hacia Salamanca. La mitad del tren que venía de Salamanca se unía a la otra mitad proveniente de Madrid y unidas seguían camino de Cáceres. Finalmente, la mitad restante llegada de Salamanca y la mitad restante de Cáceres se juntaban, salían hacia Madrid «y la máquina resuella, y tose con tos ferina. ¡Vamos en una centella!», que escribió Antonio Machado en 'El tren', uno de sus peores poemas.
Pueden ustedes imaginarse la que se montaba en Palazuelo Empalme entre las dos y las tres de la tarde: decenas de viajeros bajando apresuradamente de un vagón, cargados de maletas, haciendo transbordo a otro vagón para seguir viaje. Las equivocaciones eran frecuentes, pero nada que no arreglara un revisor espabilado dando voces de departamento en departamento: «Tren destino Cáceres, tren destino Salamanca…».
La estación más importante era Palazuelo Empalme, un nombre que evoca transbordos, esperas en la cantina y parejas de guardias civiles
Los viajeros expertos sabían que no había prisa porque los cambios de locomotoras y vagones para conformar los convoyes eran complejos y pesados, así que tenían tiempo para comer. En los años 40, había más de una hora para ir a la cantina a tomar el menú del día. A finales de los 70, cuando el viaje de Madrid a Cáceres «en una centella» duraba solo ocho horas y media, la parada en Palazuelo era más corta: 32 minutos.
Cuando mi padre llegó a Cáceres desde Asturias, tenía 17 años y hacía solo nueve que había acabado la Guerra Civil. Lo enviaba mi abuela Evelia a pasar un tiempo con su hermana Elpidia, que vivía con su marido en la calle Berrocala. Era 1948 y, tras transbordar en Medina del Campo y Salamanca, mi padre llegó a Palazuelo Empalme, el revisor lo avisó de que tenía hora y media para comer y entró en la cantina. Era verano puro y el menú consistía en un cocido de tres vuelcos y una raja de sandía. A los 17 años, después de tres transbordos y 20 horas en tren desde Oviedo, te comes un cocido extremeño con 40 grados sin rechistar. Lo de la sandía fue más peliagudo. Mi padre no la había probado nunca, pero experimentó y le encantó.
Fue así, en Palazuelo Empalme, como mi padre empezó a conocer la cocina de la tierra donde, entonces ni se lo imaginaba, iba a vivir el resto de su vida. Ya en Cáceres, descubrió un bar junto al Arco de la Estrella, era el primer Figón de Eustaquio y allí conoció y se enamoró de las migas, la sopa de tomate, la caldereta, el gazpacho, las tencas, la patatera y el revuelto de espárragos trigueros. Después, conoció a una chica de Ceclavín, mi madre, también se enamoró y aquí siguen, juntos, con 93 y 95 años, combatiendo el verano a base de gazpachos de poleo. Pero que conste que todo empezó en Palazuelo Empalme gracias a una raja de sandía.
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