Ignorantes en carpaccio, expertos en gazpacho
El paladar de la memoria. No distinguimos los matices del sushi, pero sí el de las morcillas
Para un día que salimos a comer fuera, no vamos a pedir lo que ya tomamos en casa. Así que llegamos al restaurante, nos entregan ... la carta y nos entusiasmamos pidiendo tatakis y carpaccios. Son platos que no están en nuestra memoria gastronómica y los comemos sin una conciencia clara de si están bien hechos o son un fracaso.
Los extremeños, por naturaleza y costumbre, tenemos el paladar educado en frites, migas, chanfainas y tomares aliñados con sal y aceite. Probamos y sentenciamos con autoridad. Pero ante un tartar, un wok de lo que sea, un ceviche, un pan bao o una tempura, ponemos cara de póker y sentenciamos sin firmeza: «Se puede comer».
Hay dos tipos de 'foodies' extremeños… Bueno, ya saben, un 'foodie' es un comilón, pero en fino. Es decir, no se zampa un cuarto de cochinillo con patatas fritas y ensalada de una sentada y sin hablar hasta que acaba y exclama: «¡Qué bueno estaba!», sino que se lo come poniendo ojo de buen cubero, masticando con cara de delectación, componiendo gestos llenos de contracciones: ceños fruncidos, cejas arqueadas, ojos entrecerrados, pómulos contraídos y sentencias firmes que no resumen el todo en un adjetivo, sino que diseccionan texturas, aliños, sabores, ternezas, pertinencia de las guarniciones, retrogusto porcino…
Nada más grato que sentarte en un restaurante, pedir croquetas o ensaladilla y que se te aparezca tu madre en cada bocado
Están, por tanto, el 'foodie' comilón y el 'foodie' sofisticado. El primero entiende de tortillas de patatas y, si aparecen en la carta, no se puede resistir, aunque quienes lo acompañen en la mesa afeen su casticismo. El 'foodie' sofisticado no cometerá la ordinariez de inclinarse por la tortilla española, pero sí se postrará ante una tortilla mexicana para halagar su composición, su gusto, su punto crujiente y su relleno inverosímil.
Reconozcámoslo, somos catadores infalibles de escarapuches, gazpachos y sopas de ajo, patata o tomate, pero ante un carpaccio, naufragamos. Y qué decir del sushi. Para empezar, englobamos todo lo que lleve arroz blanco apelmazado con algo encima o dentro en el apartado general de sushi. Que no nos vengan con sashimis, hosmakis, futomakis, nigiris, makis y temakis…
Si te llevan tus hijos a un japonés, vas a comer sushi y te da lo mismo cómo se llamen los platos. A ti que te den chacinas. Ahí es donde nos lucimos. Y si un japonés distingue un sunomomo de un agedashi y de un edamame, tú dominas los matices que caracterizan a salchichones, morcones, morcillas patateras, boferas y perejileras, chorizos blancos y coloraos, lomo doblao y lomo a secas y jamones serranos, de bodega, ibéricos de cebo, de cebo campo y de bellota.
Un peruano prueba un ceviche y sentencia, nosotros nos lo comemos y punto. Pero si nos sirven un gazpacho, nos basta una cucharada para dictar una lección de cata y asombrar a los consuegros, que han venido a conocernos desde Avilés y creen que el poleo es un té verde.
Está muy bien probar platos nuevos, arriesgar, ser modernos y actuales, pero la memoria es la memoria, también en gastronomía, y no hay nada más grato que sentarte en un restaurante, pedir unas croquetas o una ensaladilla y que se te aparezca tu madre en cada bocado. El escritor Marcel Proust probó una magdalena en casa de su tía en Combray, se le vino la infancia a la memoria y escribió: «Cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran y soportan (…) el edificio enorme del recuerdo». Tras una gyoza, tu mente se queda en blanco. Tras una cucharada de gazpacho, lloras.
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