Me toca hablar de nuestro encierro cuando ya se ve la luz al final del túnel, cuando hablamos más de desconfinamiento que de confinamiento y hace tiempo que aprendimos a conjugar el verbo desescalar. El domingo me emocioné cuando vi a los niños por las calles con sus padres, y ya sueño con mi próximo y verdadero paseo legal, más allá de los 150 metros laxos que calculo alrededor de mi casa cuando salgo con mi perro.
Hoy he comprobado que en Google triunfa la pregunta «cuántos días llevamos de confinamiento» porque a mucha gente le pasa lo que a mí: que perdí la cuenta al llegar a la cuarentena oficial, y ya no sé si son ¿44?, ¿45?, ¿46? La verdad es que no puedo quejarme de cómo me ha ido en este tiempo. Tengo a mis dos hijos adolescentes conmigo, y estoy descubriendo sin pretenderlo muchos de los mundos misteriosos que los rodean desde que tenían 13 años, cuando empezaron a entrar y salir de mi órbita a su antojo. Ahora hablan, se pelean, colaboran y trabajan a mi vera y, a veces, soy como parte del paisaje. Pero mira tú, el paisaje tiene ojos y oídos, y es feliz disfrutando de ellos. No tengo balcón ni jardín, pero hay 21 escalones dentro de mi casa que están dando mucho de sí en mi contador de pasos. Al principio corría escaleras arriba y escaleras abajo, imitando la mítica escena de Rocky Balboa, pero las agujetas en los gemelos y los ojos condescendientes de mis hijos me hicieron desistir. No me gustaría que recordaran esta época en el futuro como los tiempos en los que su madre corría como una loca por la casa. Ahora, al empezarme a plantear si volveré o no al gimnasio, es cuando me preocupa la luz que indica el final del túnel. Se la ve, pero no puede decirse que ilumine mucho. Quizás no haya tanta luz al otro lado. O es que el túnel es más largo.