He seguido casi a rajatabla las instrucciones de prevención para no contagiar ni ser contagiada. Conseguí en una farmacia un par de mascarillas y parecía que estaba buscando armas en la 'darknet'. Me las tenían preparadas en bolsas de celulosa individuales y me las entregaron casi a escondidas, por detrás del mostrador. Eso sí, pagué por ellas casi lo mismo que por una blusa de Zara.
También tengo guantes y he hecho acopio de comida como nunca. ¡Cómo echo de menos la cesta que mi madre me prepara cuando voy al pueblo! Entre los tupper y la huerta tenía víveres para varias semanas. Y ahora lo que ahorro en 'cañas afterwork' me lo gasto en Mercadona.
Hasta he conseguido que un trapo bien empapado en oxígeno activo se convierta en una prolongación más de mi cuerpo. He frotado tanto alrededor de las llaves de la luz, que bajo el gris perla de las paredes ya se intuye el blanco del pladur.
Todo es poco por contribuir para que el coronavirus se extinga o por lo menos no se propague. ¡Que por mí no falte!
No puedo decir que me guste este aislamiento ni esta obsesión casi maníaca por la limpieza. He tenido momentos de angustia. Y como el resto de vosotros, necesito respirar oxígeno fuera de cuatro paredes. Pero sí puedo decir que uno de los días más felices que recuerdo en los últimos meses lo he vivido en medio de este caos.
Hace un par de semanas vi a mi padre cruzar las puertas del hospital. Apenas tuve contacto con él, pero verle bien me hizo feliz. Esa mañana me di cuenta que cuando se gana una batalla en mitad de una guerra cambia el rumbo hacia la victoria.
Ese aura positiva que me acompaña desde entonces también me hace pensar que todo va a salir bien. Y que después de una buena noticia, otras mejores vienen de camino.
