Las fresas son como las personas
Preferimos los fresones insulsos, pero aparentes, a las frutas sencillas, humildes y dulces
Mi abuela Evelia cultivaba fresas. Mi padre, también. Las fresas de mi padre y de su madre coincidían en un punto: eran pequeñas y estaban muy dulces. Eran fresas, no fresones. Y, naturalmente, sabían a fresa.
Entre las fresas de mi padre y las de mi abuela Evelia hay una diferencia importante: mi padre las cultiva en Ceclavín, mi abuela las cultivaba en Proaza (Asturias), al pie de los Picos de Europa, en una huerta doméstica. Comíamos las fresas extremeñas en junio y julio y las asturianas en agosto, cuando íbamos a ver a mi abuela.
En ambos casos, encontrar aquellos frutos primorosos y menudos tenía algo de búsqueda del tesoro: había que ir apartando las hojas verdes de las plantas y en cuanto encontrábamos uno, nos lo comíamos directamente. Las fresas de mi padre y de mi abuela estaban tan ricas que no necesitaban azúcar ni nata.
Lo de los fresones es distinto. En cualquier supermercado o frutería de Extremadura podemos comprar cajas de fresones. Es difícil encontrar fresas porque en esto somos un poco ignorantes y nos parecemos a los de otras regiones con las cerezas. En Extremadura sabemos que la cereza grande no es la mejor, que la más rica es la picota y tiene un tamaño medio. Pero en los mercados de Madrid, Bilbao y Barcelona la mayoría quiere una cereza grande, el sabor les da lo mismo porque no entienden.
En España y en Portugal, salvo en Lisboa, quieren el fresón, la variedad Rociera española o la Splendor americana, de gran calibre, espléndida, roja, llamativa. Pero a la fresa Rociera o la alegras con azúcar y nata o aburre. Los franceses, los alemanes, los ingleses y los lisboetas son más delicados en cuestión de fresas y prefieren la pequeña y sabrosa, la Mara des Bois francesa, un híbrido de la Mara de siempre y de las fresas silvestres. Esta Mara de los Bosques es menuda y dulce, pero tan sensible que sufre en el transporte y no es rentable.
Las fresas de mi padre y de mi abuela eran del tipo Mara silvestre, afrancesadas, del país adonde llegaron las primeras fresas en el siglo XVI desde Chile gracias a un espía de Luis XIV. Eran unas fresas blancas que, cruzadas con las que había traído de Canadá un explorador llamado Jacques Cartier, dieron lugar a las fresas rojas que conocemos, con un tamaño grande, mientras que las pequeñitas habrían llegado de Persia y aparecen con frecuencia en los banquetes reales de las cortes de Francia e Inglaterra.
La fresa, ese fruto de exótico origen asiático o americano, se ha convertido en símbolo de la pasión, en ingrediente fundamental de helados y tartas y hasta tiene dos variedades con Denominación de Origen: la francesa Fresa de Périgord y la polaca Fresa de Cachubia.
Las fresas ceclavineras de mi padre y las asturianas de mi abuela Evelia no tienen nombre, tampoco sé si vienen de Persia, Chile o Canadá, pero prefiero masticar una sola de ellas, estallando en la boca, con su zumo, dulce y acidulado a la vez, empapando las papilas, a una caja de fresones tan bellos y soberbios como insulsos.
Nos estamos cargando casi todo. Este año, las naranjas han venido muy puñeteras, hacía muchos inviernos que no salían tantas con sabor a medicina. En cuanto a las fresas, además de aburridas, ya las hemos catalogado como si fueran personas: por la apariencia. Las grandes, rojas y lustrosas son oficialmente de Primera Categoría. Las de color menos intenso, más pequeñas y menos rumbosas, pero que saben a fresa de verdad y no necesitan disimulos azucarados ni chantillis engañosos, han sido catalogadas como de Segunda Categoría.
Las fresas y las personas necesitan tiempo para madurar. La impaciencia provoca que se lancen al mercado los fresones sin haber madurado al sol y ya se sabe que a más calor, más azúcar. Antes era imposible encontrar fresas en enero. Ahora se plantan en octubre y se empiezan a cosechar con el Año Nuevo. Y así, tan jóvenes, tan grandes, tan apetitosas, llegan al mercado y no emocionan. La fresa y la persona se hacen con paciencia. Pero ese razonamiento se ha quedado antiguo. Es cosa de abuelas.