Hace unos meses que borré de mi descripción personal de Twitter el adjetivo de sabinera. Dejé vivo el de madriburgomeña, periodista, madre y tragaldabas (este está en revisión, porque no pesan los años, pesan los kilos, oiga), pero me salí del club de los que adoran a San Joaquín Sabina, que en su último concierto, ya saben, hizo un vuelo inesperado y casi se rompe la crisma. Se pondrá bueno y volverá a la carga, no hay duda.
No ha habido ningún hecho reciente que me haya arrancado de cuajo la venda de los ojos, ningún exabrupto concreto que justifique mi deserción de las filas de esa legión infinita de los adictos a las noches de farra y los amores tormentosos de sus grandes temas. Ni siquiera he hecho esa lectura feminista de sus letras que, a buenas horas, ha indignado a algunas mujeres que no sé en qué momento pensaron que Sabina era un cantautor protesta. Todo está bien, no eres tú, soy yo. Escuché hace unos días esa versión del '19 días y 500 noches' que canta Travis Birds y me gustó imaginar la historia del cajón sin su ropa contada desde el otro lado. Demasiado tiempo escuchando solo al macho herido.
Ha sido una separación amistosa. Aún me pongo sus canciones y me divierte y admira que tenga imitadores por miles, muchos de ellos con bastante mejor voz que el original, aunque nadie podrá negar que si le han copiado tan a mansalva es por algo. No falta fiesta popular o bar con programación musical a donde no llegue una banda tributo al jienense con vistas a Tirso de Molina.
Pero, igual que pasa con el amor y con la vida, nada resiste al rodillo del tiempo, que nos va desgastando y cambiando nuestra mirada. Y menos mal. Es bueno decir te quise mucho pero hasta aquí. Todo lo demás es entrar en bucle. Raphael se ha vuelto ídolo de indies, también hay una corriente de modernos que adoran a Perales, Julio Iglesias vendió en una semana todas las entradas para el 'Stone and Music' y hasta a Los Inhumanos, bajamos de nivel, les salen grupos de imitadores por doquier y cualquier corista de los 400 que ha tenido esta banda parece querer erigirse en acreditado líder fundador.
La nostalgia nos invade. Bares vintage (aunque sin carajillos ni cabezas de gambas rodando por el suelo), exaltación de la EGB, reuniones de amigos del colegio unidos gracias al Whatsapp. Quizás sea cosa del envejecimiento general de España (en Extremadura lo que más hay es gente de 45, que niños ya no son) lo que haga que vivamos con el retrovisor puesto. Nos ponemos gafas de diseño ochentero como si fueran lo más. Pero siguen siendo tan feas como entonces. Y nos colgamos de 'Cachitos de hierro y cromo' suspirando por esos tiempos tan originales que nos hipnotizan pero que en realidad tuvieron su dosis de plomo y tedio, como todos. Es como si en esta época post-millenial tecnológica y distópica quisiéramos volver a ese útero del pasado en el que los teléfonos estaban en el salón de las casas y nuestra madre nos llamaba a voces desde la ventana. El niño de mi barrio al que más gritaba su madre desde el balcón se llamaba Richard, eso marca.
Pero todo eso, como el Sabina del pirata cojo con pata de palo, con parche en el ojo y con cara de malo que empecé a escuchar en cinta grabada y radiocassete, no volverá.