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Desde el año 2009, las normativas de bienestar animal exigen que la castración de las hembras de ganado porcino se realice con anestesia y la practique un veterinario. En el caso de los machos, es cuestión de tiempo -porque se había previsto para el presente año 2018, aunque habrá algún retraso- que los países miembros de la Unión Europea acuerden eliminar la práctica tradicional.
Estas restricciones se han aprobado porque se trata de una intervención cruenta, mucho más agresiva en el caso de las hembras. Por otro lado, el proceso afecta a la productividad de las explotaciones ganaderas, ya que puede generar bajas en la cabaña debido a las infecciones que genera.
Por ello, en los últimos años se han realizado proyectos de investigación centrados en el desarrollo de protocolos de inmunocastración específicos para porcino ibérico. Estos ya están perfectamente testados para las hembras y han sustituido a la castración tradicional, pero el estudio no ha finalizado para los machos, debido a que entran en juego varios factores que interaccionan entre sí. «La inmunocastración es una vacunación contra la hormona GnRH, que influye en el desarrollo y función de los testículos y los ovarios», describe Francisco Ignacio Hernández, investigador principal de los proyectos relacionados con reproducción animal en Cicytex.
Con las vacunas se bloquea la hormona para que no pueda actuar y, de esta forma, se atrofian las gónadas. Pero este no es el único cambio que experimentan los animales, que también se desarrollan menos muscularmente, se vuelven menos agresivos y aprovechan más la comida logrando un mayor aumento de peso.
Los motivos para castrar a los cerdos destinados a la industria alimentaria dependen del sexo de los mismos. «En las hembras se trata de evitar que entren en celo y queden preñadas por algún jabalí», informa Justo Martínez, propietario de la ganadería El Rincón de la Bazana. Por su parte, en los machos se realiza para asegurar la calidad de los productos que se obtienen de estos animales. «Se hace para que no aparezca el olor sexual que adquiere la grasa de la carne y provoca una modificación en su sabor, lo que conlleva una depreciación de la misma», explica Hernández.
Esta situación surge con la llegada de la pubertad, que por término medio en el porcino se alcanza alrededor de los seis meses, aunque puede darse de manera aislada y por otros motivos en alguna hembra. Con la castración, los animales dejan de producir testosterona y se elimina el riesgo de que aparezca este olor sexual. En los cerdos blancos puede no ser necesaria si se sacrifican antes de los seis meses, pero en los ibéricos el sistema de producción hace que su ciclo de vida sea más prolongado y el procedimiento se vuelve indispensable.
Igualmente, el cambio hormonal derivado del proceso de esterilización afecta de manera positiva a la formación de la grasa de cobertura y a la aparición de grasa intramuscular, un aspecto que es decisivo en el sabor. «La industria evita los animales con características de macho demasiado marcadas», señala el investigador de Cicytex.
Tanto para los machos como para las hembras se ha trabajado en dos protocolos de inmunocastración: uno temprano o prepuberal y otro tardío. Cada uno de ellos incide de una forma diferente en el organismo de los animales, pero en ambos casos se ha contemplado para una edad de sacrificio de 16 meses. En este sentido, ajustar el cronograma de vacunación ha sido una parte complicada de la investigación, ya que se tiene que adaptar a la montanera y a las exigencias que su normativa plantea para los ganaderos.
Estos, por su parte, ven necesario prolongar esos plazos hasta los 20 meses. «Hay animales que van al sacrificio con más edad», indica Martínez.
La necesidad de desarrollar métodos alternativos a la castración para el ganado porcino adquiere unas particularidades que se deben tener muy en cuenta en lo que se refiere a la cabaña ibérica de producción en extensivo. Para adaptar los estudios anteriores a las peculiaridades de los ganaderos extremeños se realizaron varios ensayos. En ellos se comparó la evolución de animales inmunocastrados, castrados y enteros.
El protocolo temprano para las hembras plantea dos vacunas, con cuatro semanas de separación, entre los cuatro meses y medio y los cinco meses y medio de vida, así como una dosis de refuerzo a los nueve meses, antes de la montanera. Los animales nunca alcanzan la pubertad. Este mismo método prepuberal es el que todavía se está acabando de ajustar para los machos.
En cuanto al método tardío para ambos sexos, las primeras inyecciones se ponen tres y dos meses antes de la montanera y es necesaria una tercera justo antes de comenzar ésta. «En los machos ha sido más complicado de desarrollar, porque sus niveles hormonales se ven afectados por el comportamiento agresivo, la competencia jerárquica y la lucha por la comida», comenta Hernández.
Una de las ventajas del protocolo tardío en los machos es que los animales tienen más desarrollo muscular que los castrados, debido al mayor número de meses que pasan enteros, mientras que el prepuberal facilita el manejo y reduce las agresiones y peleas antes de la montanera.
Con la información obtenida, se ha logrado ajustar el número de inyecciones necesarias y las fechas de las mismas, así como el manejo y la alimentación, para que la esterilización sea totalmente eficaz. Esto ha sido necesario porque los efectos de los protocolos anteriormente existentes se mostraron reversibles si los animales superaban determinados meses de vida.
Por otro lado, también se han analizado los productos obtenidos de los animales y se han efectuado comparativas. «Lo primero que hay que decir es que este método utiliza una vacuna, no es castración química; por lo que no puede afectar, para nada, a los consumidores», destaca el investigador.
El resto de pruebas de laboratorio se centraron en la terneza de la carne, la infiltración de grasa, su dureza y otros parámetros que marcan la calidad de los productos.
Las conclusiones han sido positivas, según entiende el máximo responsable de esta línea de investigación. En las hembras, la calidad de carne no era diferente entre las castradas o enteras, pero en estas últimas «sí había problemas de comportamiento y no aprovechaban igual la comida para poner peso», señala Hernández, que también hace referencia a los problemas de infecciones en la castración tradicional.
Desde el punto de vista del tamaño, las canales -los cuerpos de los animales sin vísceras, cabeza y otros elementos que no se aprovechan para el consumo- de las hembras sin castrar suelen ser más grandes, pero tienen un más difícil manejo.
Las características de la carne en los machos también son similares, «aunque, en el caso del protocolo tardío, necesitan una montanera o un cebo prolongado para no quedarse un poco escasos de grasa intramuscular», detalla el investigador.
Con los calendarios de vacunación prácticamente ajustados y comprobada la eficacia del método -pese a que, en lo que a los machos se refiere, sería interesante organizar unas extensas pruebas de campo para trasladar los resultados del estudio al sector- los responsables del equipo investigador ya están trabajando en un proyecto de apoyo a la inmunocastración.
Se trata de lograr una mayor eficacia del proceso, y quien sabe si aumentar su periodo de efectividad, a través de dietas especiales. «También están pensadas para combatir el estrés y queremos aprovechar subproductos agrarios», en palabras de Hernández, que entiende que se pueden disminuir las peleas y favorecer un crecimiento más uniforme de los animales.
Otras dietas específicas a base de inulina se han diseñado para que disminuya la producción de escatol en el intestino, lo que ayudaría a evitar la aparición del olor sexual.
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