Los 'empalaos', hombres en cruz
El Viernes Santo más doloroso de España se vive en Valverde de la Vera, un pequeño pueblo de Cáceres
ANTONIO ARMERO
Viernes, 30 de marzo 2012, 15:58
No hay en Valverde de la Vera un vecino, por joven que sea, que no sepa qué son las vilortas. Antonio García, 60 años, moreno, barba blanca, cordón de San Blas negro al cuello y cierto aire a Sean Connery, guarda unas en la casa en la que se crió. Sus padres murieron y la vivienda está en venta, pero en uno de los dormitorios, sobre una silla de enea, siguen las vilortas, junto a la soga de esparto, el timón y unas espadas cruzadas brillantes. «Me las ha hecho un herrero amigo mío, son para mis hijos», cuenta este cartero jubilado que a los 14 años se subió a un autobús de la empresa Gredos, un trasto desvencijado que chirriaba en cada curva pero que fue capaz de dejarle sano y salvo en Madrid.
Esas espadas de forja las estrenará el Viernes Santo uno de los hijos de Antonio, probablemente el 'empalao' más veterano de Valverde de La Vera (Cáceres, 574 vecinos), uno de los pueblos que mejor conserva el tipismo arquitectónico de una comarca de gargantas naturales y paisaje frondoso que ha seducido a Alejandro Sanz, Marta Sánchez, Ana Rosa Quintana... que tienen allí casa.
De ordinario, en la medianoche de un día cualquiera en Valverde no se oye otra cosa que el agua bajando por la reguera que parte en dos sus calles empedradas. Pero cada Semana Santa, la localidad multiplica su población por diez, y el sonido somnífero del agua entre las piedras queda en segundo plano. Ese rumor lo rompe el tintineo de las abrazaderas de hierro chocando entre sí. En la madrugada del Jueves al Viernes Santo, ese eco de vilortas anuncia la llegada de un 'empalao'.
La escena es sugerente. Por mucha gente que haya, manda el silencio. Y de la oscuridad surge una figura humana con la cara cubierta por un velo, una corona de espinas en la cabeza, dos espadas cruzadas sobre la espalda y los brazos extendidos. Los lleva sujetos a un timón de madera colocado tras su cuello, amarrados con una soga de esparto que le cubre todo el torso. De cintura para abajo, una enagua de mujer. Y en los pies, nada. Detrás, alguien con una lámpara. Una imagen que recuerda a la de un crucificado. De hecho, quien alumbra recibe el nombre de cirineo (en alusión a Simón Cirineo, que ayudó a Jesucristo a llevar la Cruz en el Camino del Calvario).
La norma es estricta: el 'empalao' debe vestirse en una casa del pueblo, no puede salir de ella antes de la medianoche, durante el recorrido le está prohibido hablar y debe hacer una genuflexión y rezar cada vez que vea una cruz o que se encuentre con alguno de los treinta empalaos que como media desfilan cada Viernes Santo. En total, son 14 estaciones, en un recorrido de madrugada que suele durar entre 40 y 50 minutos. Más tiempo supone arriesgarse a que la sangre deje de circular.
Sufrir por una promesa
Las que no se pueden evitar de ninguna manera son las de los pies. «Cuando acabas, los tienes llenos de chinas, se van quedando pegadas a las plantas», cuenta Jose Carlos (43 años), que la pasada Semana Santa debutó como 'empalao'. «Es de los mejores ratos que he pasado en mi vida», resume. «Me acuerdo de la impresión que me causó ver mi sombra reflejada en el suelo», recuerda mientras le escucha Javier, que ha salido seis veces. Él añade que «el primer año es maravilloso», y comenta que a lo largo de esos tres cuartos de hora de procesión en solitario, «hay distintos estadios: primero sientes cosquilleos por las manos y los brazos, después entumecimiento, y al final, mucho dolor». Para conseguir terminar, no hay más receta que la fuerza mental, coinciden los dos. «Seguramente, es el momento de mayor concentración de mi vida», resume Javier.
Su relato deja claro que el sufrimiento es parte esencial del rito, y ayuda a comprender por qué la fiesta, declarada de Interés Turístico Regional en 1980, no es ajena a la controversia. «Entiendo que haya gente que piense que estamos locos -razona Antonio García-, pero te aseguro, porque de hecho me ha pasado, que si coges a cualquiera de esas personas y te la llevas contigo, la dejas que vea cómo te visten, que te vea por las calles del pueblo y que luego esté en tu casa cuando te quitan todo, esa persona se queda impresionada y entiende lo que siente el 'empalao'»
No hay 'empalás'
Desaparecieron las flagelaciones y se mantuvo casi todo lo demás. Han ido pasando los años, las décadas, los siglos, y los cambios han sido mínimos. «Al principio, yo llevaba cruzados a la espalda los sables que me prestaba algún vecino que había estado en la Guerra Civil», cuenta Antonio García, que en sus años de 'empalao' prefería caminar por donde sabía que le esperaba menos público. Por calles empinadas y tan estrechas que obligan al hombre crucificado a caminar de perfil, metiendo los pies en la reguera de agua siempre fresca, y haciendo que se muevan y choquen esas abrazaderas de hierro. Suenan las vilortas. Llega el 'empalao'.