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OPINIÓN

Don Ramón

El profesor nos reñía por reírnos cuando la clase se inundaba con el ruido de las sirenas. Desde entonces respeto profundamente las ambulancias, y su sonido se me incrusta en el alma y me parte el corazón

ENRIQUE FALCÓ

Domingo, 13 de marzo 2011, 01:35

HIJOS míos, hoy voy a hablaros de un asunto muy delicado, de un perverso y malicioso mundo en el que nunca, nunca, debéis de caer: la drogas y el alcohol». Todas las clases de don Ramón Tamudo (tío del futbolista de la Real Sociedad), mi maestro de Religión (en el colegio 'General Navarro', de Badajoz), comenzaban igual. En aquella época nos partíamos de la risa al escuchar tal parrafada. Mi amigo Adolfo y yo nos mirábamos divertidos aguantando la pedorreta, porque éramos de los pocos que nos fijábamos en que siempre mentaba dicha máxima al comenzar su particular homilía semanal en sus lecciones. Algunos de mis compañeros no caían en la cuenta, y así les ha ido a más de uno que, por su bien, deberían haber estado más atentos a las palabras de Don Ramón. Parece que le estoy escuchando ahora mismo, a solo 15 minutos del recreo: «Ahora sois jóvenes y esto os puede parecer algo lejano o irreal, pero ya veréis, ya, como más de uno viene a mí, a suplicarme que le ayude, y a decirme que qué razón tenía. Seguro que alguno de vosotros aparecerá algún día tirado en la calle y seré yo quien os ayude a levantaros y quien os eche en cara que ya os lo advertí». Que pelmazo me parecía entonces, pero. ¡qué razón tenía, por Dios! Con los años, tristemente, nos hemos ido dando cuenta muchos, al golpearnos con toda su crudeza casos de conocidos y excompañeros que caían en el mundo del alcohol y las drogas con consecuencias no siempre reversibles. Pero no hay mal que por bien no venga. Yo mismo, tras una noche de farra o alguna jornada en busca de inspiración, pienso en las palabras de Don Ramón.

Era (es) un hombre enérgico, pasión pura en todos los aspectos. Algo exagerado también, por supuesto, y con unas salidas que a veces te desarmaban y desconcertaban profundamente. Aún así, siempre le agradeceré que no se cortara un pelo, como otros maestros, ante el hecho de nuestra escasa edad, para ponernos las cosas bien claras en aspectos duros de la vida. A veces, por ejemplo, nuestras clases, en pleno centro de Badajoz (calle Correos), en los años 80, eran interrumpidas por una sirena de ambulancia. Era tal el ensordecedor ruido que algunos de nosotros reíamos. Con diez o doce años buscas cualquier excusa para echarte unas risas con los amigos. Don Ramón se enfurecía. «¡Silencio!», gritaba enfadado, y el armazón entero del colegio retumbaba mientras nosotros, serios, enmudecíamos. «¡No es asunto de risa la sirena de una ambulancia! ¿Acaso reiríais si supierais que en ella va vuestra madre? ¿Vuestro hermano? ¿Vuestro mejor amigo?». Y todos bajábamos la cabeza, avergonzados. Desde entonces respeto profundamente las ambulancias, y el sonido de las sirenas se me incrusta en el alma y me parte el corazón. Recuerdo también con cariño todo lo que organizaba para nosotros, ya fuera una merendola a los que asistíamos a catequesis, o a los que preparábamos la función de teatro para Navidad. Siempre se lo tomaba muy a pecho y nos hacía involucrarnos, transmitiéndonos su inagotable entusiasmo. Mentiría si no revelara que don Ramón sentía por mí especial predilección. Inevitablemente no por otro motivo que ser hijo de Enrique García Calderón, y especialmente nieto de Don Antonio García Orio-Zabala. Siempre que se requería a alguien para leer en público, don Ramón decía: «Que lo haga Calderón, que lleva la literatura en la sangre». ¿Quién?, se preguntaban todos. Tengan en cuenta que Calderón es el segundo apellido de mi padre y yo no lo llevo. Esto mismo me ha pasado en innumerables ocasiones, sin ir más lejos con mi admirado Manuel Pecellín, quien puso una falta de asistencia a mi padre cuando mi menda se quedó dormido un lunes a primera hora en el instituto. El caso es que siempre que se le presentaba ocasión, Don Ramón me recordaba tiempos pasados en La Albuera, con mi padre y mis tíos. Las últimas veces que he visto al bueno de Don Ramón no ha sido en ocasiones, digamos, felices. La penúltima en el Perpetuo Socorro, en 2008, cuando fue a visitar a mi abuela Lole Martínez Zoido, unos días antes de su muerte, y la última en el funeral de mi tío y padrino Antonio García Calderón. En estas últimas veces pude dar fe de que evidentemente, aunque mucho más mayor, no ha cambiado ni pizca. En el Perpetuo, a mis casi 30 años, me soltó una collejaza y un abrazo propio de su persona, y no dejó de profesarme muestras de cariño; y en el funeral de mi tío Antonio, volvió a ser el de siempre, el que se enfadaba consigo mismo por cualquier cosa, el que soltaba lo primero que le venía la cabeza, dando por hecho que todos sabíamos de lo que estaba hablando, con esa fuerza, con ese entusiasmo tan suyo. Todo esto viene al caso porque discutía con mi amigo Javi (íntimo mío y de la gula, como yo) cenando en nuestra fonda predilecta, el 'Marchivirito', sobre lo necesario o no de que nuestras larvas reciban clases de historia de la religión, sean los padres creyentes o no. Si las clases las diera una persona como Don Ramón, que dentro de sus excentricidades y sus manías, solo pretende enseñar y ayudar a los niños, y se le nota cierta debilidad y amor hacia ellos. Adivinen mi respuesta.

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