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El estado del cambio

JÓNATHAM F. MORICHE

Lunes, 19 de diciembre 2016, 00:37

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ENTRE 2009 y 2010 se produjo la transición desde una crisis financiera global, originada dos años antes en el mercado hipotecario norteamericano pero con un fuerte impacto sobre Europa y el resto del mundo, hacia una crisis fiscal específicamente europea. Esta transición no fue resultado de la inercia, el azar o el error, sino de la implacable determinación, compartida por una amplia y heterogénea coalición de poderes públicos y privados, de culminar treinta años de ininterrumpida ofensiva neoliberal sobre Europa, demoliendo los últimos vestigios de los consensos culturales, las fuerzas sociales y las formas jurídicas característicos de la economía social de mercado, predominante en el continente después de la Segunda Guerra Mundial.

Las sociedades europeas, con las excepciones periféricas de Islandia y Grecia, padecieron las primeras etapas de esta crisis con una paralizante mezcla de estupefacción y fatalismo, que los poderes neoliberales interpretaron erróneamente como una ilimitada carta blanca para seguir desmantelando derechos sociales y servicios públicos, desregulando el mercado del trabajo y estrechando sus rentas sin consecuencias políticas; a esa parálisis contribuiría significativamente la pertinaz incapacidad de la izquierda política y sindical más tradicional para comprender y representar el creciente malestar ciudadano. Pero con la prolongación de la crisis económica y sus devastadoras secuelas sociales ese malestar terminaría por encontrar sus vías de expresión. En 2011, las masivas movilizaciones de los indignados portugueses y españoles y el crecimiento electoral de Syriza en Grecia señalaron la apertura de un nuevo ciclo de conflicto social en Europa, bajo cuyo arco aún nos encontramos, y que a cada poco se revela aún más profundo, complejo e incierto.

En sus primeras expresiones islandesa, griega, portuguesa o española, el malestar social ante la crisis se expresó, al margen de las mejores o peores relaciones que sus protagonistas mantuvieran con las organizaciones y las simbologías de la izquierda tradicional, en una clave inequívocamente progresista. Pero los grandes partidos y sindicatos socialdemócratas europeos, tras treinta años de ininterrumpido giro hacia el centro y perfectamente encastrados en las estructuras institucionales y culturales del neoliberalismo, desdeñaron toda posibilidad de construir alianzas con estas nuevas expresiones sociales de descontento, para juntos plantar cara y presentar alternativa al bloque más intransigentemente neoliberal, liderado por el gobierno alemán, el Banco Central Europeo y la City financiera londinense, y sus brutales terapias económicas de choque.

El estancamiento subsiguiente provocó en cada país de la Unión una crisis política de contornos y resoluciones muy diferentes. Solo en la pequeña Grecia un partido a la izquierda de la socialdemocracia logró llegar al gobierno con un modesto programa de rescate social y gestión económica alternativa, recibido por los poderes neoliberales como una declaración de guerra y contestado con un asedio económico brutal que no cesó hasta la humillante capitulación de Alexis Tsipras. En Francia, el Partido Socialista de François Hollande olvidó pronto sus promesas electorales de defensa del Estado de bienestar para doblegarse sin resistencia a las presiones de Berlín, Bruselas y Londres. En España, el populismo progresista de Podemos logró canalizar la protesta social hacia las instituciones, convertirse en la tercera fuerza política del país y ofrecer al PSOE, sin éxito, la posibilidad de componer una mayoría de gobierno. Solo en Portugal la socialdemocracia se ha avenido a gobernar con el apoyo de los partidos situados a su izquierda y presentar una prudente pero significativa resistencia a las políticas de austeridad.

La rampante emergencia de los partidos de extrema derecha o abiertamente neofascistas en toda Europa añade un nuevo y dramático giro a esta crisis política. La persistente impotencia de una izquierda dividida frente a la catástrofe neoliberal está arrastrando a millones de personas empobrecidas, exasperadas y desorientadas a las fauces del autoritarismo y el racismo. Los gobiernos ultraderechistas en Polonia o Hungría, el desenlace del 'brexit' alentado sobre todo desde posiciones chovinistas y xenófobas, el crecimiento de fuerzas neofascistas en Austria o Alemania y, sobre todo, la cada vez más sólida posibilidad de un gobierno del siniestro Frente Nacional de Marine Le Pen en Francia, dibujan la amenaza, reforzada tras la victoria de Donald Trump en las elecciones norteamericanas, de una salida agresivamente reaccionaria a la crisis política y económica del neoliberalismo, de consecuencias últimas absolutamente imprevisibles en el caótico e inflamable contexto internacional actual.

Es a la luz de esta perspectiva de conjunto cuando se percibe en toda su gravedad la decisión del aparato burocrático del PSOE y sus afines corporativos y mediáticos de rechazar la mano tendida de Unidas Podemos para componer un gobierno progresista de amplia base popular que contestase las políticas neoliberales de austeridad desde una posición inequívocamente ilustrada, igualitaria, garantista y europeísta. Un gobierno de esas características en un país de las dimensiones de España, de la mano de otros gobiernos y fuerzas progresistas europeas, hubiese podido ofrecer un contrapunto y una esperanza de alcance continental frente a esta vertiginosa inercia suicida del neoliberalismo en descomposición. No sucedió así. Pero la posibilidad del cambio, aunque aplazada, sigue abierta. Quienes, como Pedro Sánchez, José Antonio Pérez Tapias, Odón Elorza o Zaida Cantera, parecen estar apostando por rescatar al PSOE de su secuestro oligárquico y reorientarlo en la dirección transformadora que ya exploran los socialdemócratas portugueses con António Costa o los británicos con Jeremy Corbyn, tienen ahora la palabra.

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