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Charlottesville, USA

Trump no parece dispuesto a desvincularse de su núcleo de simpatizantes más sólido y fervoroso en la extrema derecha. De ahí su insistencia en equiparar la actuación deneonazis y antifascistas en la ciudad virginiana

Jónatham F. Moriche

Miércoles, 23 de agosto 2017, 23:19

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Los acontecimientos del 11 al 12 de agosto en la pequeña ciudad norteamericana de Charlottesville parecen señalar una inflexión importante en la breve y tortuosa trayectoria presidencial del magnate inmobiliario y ‘showman’ televisivo Donald Trump.

Tras la decisión del consistorio virginiano de retirar, como otras muchas ciudades del país, las estatuas dedicadas al bando esclavista de la Guerra Civil (1861-1865) –en este caso, una efigie ecuestre de su comandante militar Robert E. Lee–, organizaciones racistas y neonazis convocaron una marcha sobre la ciudad, contestada por una marcha antifascista de estudiantes, sindicatos, parroquias y otros grupos locales. Después de que la violencia de los neonazis –muchos de ellos pertrechados con cascos, escudos y porras o bates, y algunos con armas de fuego– obligase al gobernador de Virginia a declarar el estado de emergencia y desplegar a la Guardia Nacional, uno de los neonazis embistió con su coche contra los manifestantes antifascistas, asesinando a la joven Heather Heyer e hiriendo a otra veintena de personas.

La memoria histórica de la esclavitud y el racismo es uno de los elementos centrales de la cultura política norteamericana. A la Guerra Civil y la emancipación formal le sucedió en los antiguos estados esclavistas un siglo de segregación racial institucionalizada, que no cambiaría significativamente hasta que, en las décadas de 1950 y 1960, un masivo movimiento por los derechos civiles obligase al gobierno federal a intervenir para garantizar el derecho al voto o el acceso a los servicios públicos de la población negra. Su más conocido portavoz, el reverendo Martin Luther King, sería una de las cientos de víctimas del terrorismo racista de organizaciones como el tristemente célebre Ku Klux Klan.

Si fue un presidente republicano, Abraham Lincoln, el que lideró la guerra contra el esclavismo, con la fuerte oposición de los demócratas sureños, sería un presidente demócrata, Lyndon Johnson, el que promulgase en 1964 el Acta de Derechos Civiles, con fuerte resistencia de los republicanos, convertidos en el nuevo partido de referencia de los blancos segregacionistas del sur. Sin embargo –aunque sin por ello quedar exentos de responsabilidad en las múltiples formas de discriminación racial que aún hoy perviven en Estados Unidos– los republicanos habían preferido en las últimas décadas enterrar las banderas de la supremacía blanca y la segregación racial para intentar abrirse hueco en el electorado negro y de otras minorías. Hasta ahora.

La elección presidencial del demócrata Barack Obama en 2008 fue justamente percibida como un feliz acontecimiento en la larga marcha por la igualdad racial en los Estados Unidos, pero también desató un furibundo contragolpe reaccionario en el que confluyeron todo tipo de grupos racistas, fundamentalistas religiosos o chiflados conspiranoicos, galvanizados por medios como Fox News y movimientos como el Tea Party, pero también al amparo de la permisiva legislación sobre posesión de armas y actividad paramilitar, por milicias como la que desfiló en Charlottesville con uniformes de combate y rifles de asalto. Durante años, los dirigentes del Partido Republicano creyeron poder utilizar a su antojo esta tóxica y proliferante amalgama de grupos de odio como tropa de choque contra Obama, hasta que en 2016 el independiente Trump logró ganarse su adhesión entusiasta y servirse de ellos para hacerse primero con la candidatura republicana y después, tras una campaña en la que usó deshinibidamente la xenofobia y el racismo para agitar al electorado blanco más golpeado por la crisis económica, y gracias a la masiva desmovilización de voto juvenil y progresista provocada por la nefasta estrategia centrista de su oponente demócrata Hillary Clinton, conquistar la presidencia.

La sucesión de declaraciones contradictorias de Trump tras los hechos de Charlottesville refleja la complejísima correlación de fuerzas dentro de su frágil administración, fracturada entre el núcleo familiar del magnate, sus aliados ultraderechistas y el aparato republicano tradicional, asediada en los tribunales y el legislativo por las cada vez más sólidas evidencias de interferencia rusa en su favor en la campaña electoral y enfrentada a la más intensa contestación social desde el movimiento por los derechos civiles y la guerra de Vietnam. En este panorama incierto, Trump no parece dispuesto a desvincularse de su núcleo de simpatizantes más sólido y fervoroso en la extrema derecha. De ahí su insistencia en equiparar la actuación de neonazis y antifascistas en Charlottesville –homologación repudiada por el entero arco político norteamericano, de la izquierda anticapitalista a los republicanos más conservadores–, y de ahí que haya respaldado durante meses al siniestro propagandista Stephen Bannon –hasta su reciente cese, el más influyente y polémico de los representantes de la extrema derecha racista en la Casa Blanca.

Y después de Charlottesville, ¿qué? Trump parece creer que atesora capital político personal suficiente para enfrentarse a la creciente desaprobación ciudadana, a buena parte de su propio partido y al resto del sistema político e incluso al mismo aparato del Estado. Hasta dónde y por qué medios esté dispuesto a sostener su desafío, y hasta dónde y por qué medios estén sus bases dispuestas a acompañarle, es la incógnita que desvela a Estados Unidos y al mundo. En un taller con estudiantes, celebrado antes de los sucesos de Charlottesville, el célebre guionista Aaron Sorkin afirmaba: «Cuando se produzca su Watergate, no creo que Trump deje la Casa Blanca voluntariamente, como hizo Nixon. Así es como empiezan las guerras civiles». Es la hipótesis más extrema y también, afortunadamente, la más improbable. Pero conviene no olvidar que, como la misma elección de Trump puso en evidencia, en este mundo dislocado por la crisis estructural del orden económico, político y cultural neoliberal también la más improbable es siempre una hipótesis a considerar.

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