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SOCIEDAD

Secretos a voces

Las confidencias que nos hacen muchas veces son peticiones desesperadas de ayuda para casos personales que no siempre somos capaces de solucionar

JOSÉ MARÍA ROMERA

Lunes, 8 de diciembre 2008, 02:04

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En boca del discreto, lo público es secreto, reza el refrán. Pero no abundan los discretos en esta época de decirlo todo donde la intimidad y el derecho a mantener a buen recaudo la información que atañe a la vida propia o a la ajena son valores a la baja. Todo hay que pregonarlo a los cuatro vientos, tanto da que se trate de un hecho de interés general como de una banal anécdota sin importancia. Cualquier asunto que pertenezca a la vida privada de alguien se convierte en mercancía, de mayor o menor valor según la condición del afectado, pero susceptible en cualquier caso de ser difundido a cambio de algo. Aunque ese algo sea únicamente la recompensa de un morboso prestigio para el indiscreto de turno, quien así aparenta ante los demás estar al cabo de la calle y tener acceso a información sensible. En una sociedad dada al chismorreo sin freno, tanto lo doméstico como en lo mediático, ¿cómo pretender que nuestros secretos no sean aireados? ¿A quién confiarlos con unas mínimas garantías de reserva? Los filósofos siempre han tenido en alta estima el valor de la discreción, estrechamente vinculado con virtudes como la prudencia, la fortaleza, el sentido de la amistad o el honor. Pero nadie se ha ocupado de establecer al respecto unas reglas éticas, ni siquiera unos preceptos de urbanidad básica. Todo se reduce a un difuso mandamiento que nos impone guardar los secretos que otros han puesto en nuestras manos, como si el hecho de recibirlos nos transformara en curas obligados por el secreto de confesión o en médicos amordazados por el secreto profesional. La experiencia dice que las cosas no son tan sencillas. La única forma de saber que los secretos propios no escaparán de nuestro control es no hacérselos saber a nadie. «Tres personas -ironizó Benjamin Franklin- pueden guardar un secreto, a condición de que dos de ellas estén muertas». Y es que los secretos queman. Que alguien nos cuente algo que guarda escondido tal vez pueda halagarnos en tanto que nos otorga la categoría de «fiables» o nos incorpora al grupo de sus íntimos. Pero al mismo tiempo nos compromete, nos carga de responsabilidad. No sólo obliga a tener la boca sellada, sino que a la vez aguijonea en el sentido opuesto, como si nos asaltara la súbita necesidad de difundirlo. Para mucha gente el placer de cuchichear lo que pocos saben es infinitamente superior al deber de callar. Así resulta que la mayoría de los pactos de silencio acaban en secretos a voces. Hay otra carga más sutil, pero no por ello menos pesada, en la recepción del secreto. Quien nos hace depositarios de una noticia reservada que le afecta, está pidiéndonos alguna forma de respuesta activa, desde el consuelo de una pesadumbre hasta la solución de un problema. O indulgencia, o alivio, o lisa y llanamente una ayuda directa que no siempre somos capaces de prestarle. Es lo que atormenta a Elena Andreevna, uno de los personajes de 'Tío Vania' de Chéjov, cuando hablando sola en voz alta confiesa: «No hay cosa peor que conocer un secreto ajeno y no poder ayudarle». He aquí la parte más insidiosa de los secretos recibidos, la que nos compromete a corresponder con algo más que atención y reserva. Puesto que hemos ingresado en el reducido círculo de los enterados, nos hacemos responsables de algo que, sin afectarnos directamente, ya forma parte de nosotros. Tenemos en nuestras manos un bien delicado. Hemos recibido la orden de no tocarlo, pero en cierto modo se nos ha pedido que lo administremos igual que los bancos administran los ahorros ajenos: protegiéndolos y a la vez dándoles rentabilidad, manteniéndolos seguros pero reintegrándolos con intereses. Decía Baltasar Gracián que «el que confió sus secretos a otro, hízose esclavo de él». La esclavitud es recíproca. Si un secreto confiado a la persona equivocada puede costarnos más de un disgusto, también un secreto puesto en nuestras manos nos carga de responsabilidad. ¿Qué hacer, por ejemplo, cuando la revelación de un secreto podría evitar un daño grave a terceras personas? Hace tiempo que los medios de comunicación ?particularmente los especializados en airear intimidades ajenas? condenaron a muerte lo privado. Tampoco son muy de fiar los archivos de datos donde están depositadas informaciones en teoría protegidas acerca de nuestra salud o nuestros bienes. Así que a nadie debe extrañar que la indiscreción también se haya colado en las conductas de la gente común y corriente. A veces hasta los amigos más incondicionales se relajan cuando de mantener un secreto se trata. La dualidad establecida por Aristóteles entre el «oikos» (la casa, el reducto inviolable de la privacidad) y la «ecclesia» (la asamblea, el lugar de los asuntos públicos) queda rota con la despótica irrupción de ese tercer espacio que es el «ágora», la plaza donde nada hay totalmente público ni totalmente privado y donde tienen la misma cabida el democrático derecho a la información como la nociva propensión a irse de la lengua.. Así las cosas, quizá la única manera de cuidar nuestros secretos sea no tenerlos.

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