Nunca he entendido el complejo de cierta izquierda autóctona hacia los símbolos españoles, hasta el punto de que, en ocasiones, se reniega del propio nombre ... del país que se quiere gobernar bajo la manida fórmula de «Estado español», popularizada precisamente por el franquismo, como si hubiera sido este el que diera nombre al país. Dicho uso se puede entender por quienes, legítimamente, no se sienten parte de España o no quieren seguir en su estructura política. Pero para el resto de la izquierda, que incluso tiene o pretende tener un proyecto de conjunto que solucione nuestras anquilosadas y ya históricas cuestiones territoriales, puede llegar a representar un auténtico sinsentido. Esta miopía histórica, de reducción de lo español a lo franquista o a lo reaccionario, obviando una riquísima y compleja tradición progresista que hunde sus raíces en los inicios del liberalismo, continúa siendo aún hoy, humildemente creo, un lastre para la izquierda. Dejar que otras ideologías patrimonialicen lo que otrora fue de todos, o lo que ahora debiera serlo, haciendo de los símbolos su especial campo de batalla, ha sido un regalo demasiado jugoso para quienes blanden otras sensibilidades políticas.
Las dos banderas, la 'rojigualda' y la tricolor, son enseñas igualmente españolas. Se olvidan (o se quieren olvidar más bien) algunos de quienes tremolan la republicana de que esos colores constituyeron en su día una bandera nacional y fueron los oficiales en España. La bicolor no la inventó Franco ni Primo de Rivera ni Sauron, su aceptación como bandera nacional (de la Nación frente al Rey en los comienzos del Estado Constitucional) tardó décadas en asumirse desde que Carlos III la eligiera, allá por el siglo XVIII, para ser enseña naval (curiosamente, basándose en los colores históricos de la Corona de Aragón y sus reinos). De hecho, la Monarquía fue en un inicio reacia a la aceptación de la bandera que blandían los liberales, pues no representaba directamente el poder de la Corona y dotaba a la Nación (entendida desde el liberalismo político) de un elemento simbólico de adscripción frente al poder real. No es de extrañar, en consecuencia, que la I República (¡una República!) la adoptara como bandera oficial.
Así las cosas, me parece que es tiempo ya de ir abandonando sectarismos simbólicos que no llevan a ningún lado y de admitir la pluralidad desde la conciencia del sustrato común del que se nutre un país tan rico y diverso como España. Quien quiera llevar la tricolor, que la lleve. Quien quiera la bicolor, que lo haga. Ambas banderas han llegado a simbolizar, en distintas etapas de nuestra historia, el mismo anhelo común de mejorar un país tan diverso y rico.
Protagonistas tan diferentes de nuestro pasado como Riego, Torrijos, Prim, Figueras, Pi i Margall, Canalejas, Sagasta, Castelar, Ortega, Alcalá-Zamora, Gregorio Marañón, Clara Campoamor, José Díaz, Manuel Azaña, Miguel Hernández o Alberti, entre tantos y tantos, nunca se avergonzaron de decir el nombre de su país. Muy al contrario, en ocasiones lo defendieron hasta con su vida.
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