Este es un artículo que hubiera deseado no escribir. Significaría que seguirías entre nosotros, Miriam Fernández Rua, escrito así, sin tilde, porque tu segundo apellido ... era portugués, como aclaraste a este impertinente e impenitente editor a quien con cariñosa guasa llamabas 'Panhispánico de dudas' o 'señor Fundéu'.
Un cristiano agnóstico como servidor, no cree en la justicia divina. Sin embargo, que quieres que te diga, es tremendamente injusto que un maldito cáncer te nos haya arrebatado tan pronto, con solo 42 años. En un mundo en el que sobran los malajes y los tontolabas, no nos podemos permitir el lujo de perder a alguien como tú.
Servidor tampoco cree en la inmortalidad del alma, aunque sí en la de la memoria. Creo que uno es inmortal mientras alguien lo recuerde. En este sentido, tú lo eres, porque has dejado un recuerdo indeleble en quienes tuvimos la dicha de conocerte.
Dos cosas recordaré, sobre todo, de ti. La primera, tu sonrisa amplia y franca con la que alegrabas el peor día al más vinagre. Una sonrisa contagiosa cuando se tornaba una carcajada irrefrenable que te hacía hipar y que tu rostro lunero y cascabelero enrojeciera hasta el punto de que temíamos que te diera un vahído.
Además de simpática, eras empática. Y eso es lo segundo que más recordaré de ti. Esa empatía es lo que te hacía una excelsa reportera. En 'Los cínicos no sirven para este oficio', Ryszard Kapuściński defiende que las malas personas no pueden ser buenos periodistas, porque «si se es una buena persona se puede intentar comprender a los demás, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias, y convertirse, inmediatamente, desde el primer momento, en parte de su destino». Para el maestro polaco, el verdadero periodismo es también intencional, es decir, se fija un objetivo e intenta provocar algún tipo de cambio. Tú eres el paradigma del buen periodismo como lo entendía el bueno de Kapuściński, ese que, a su certero juicio, no puede ejercer nadie que sea un cínico.
No obstante, hay demasiado cínico que no sirve para este oficio pero se sirve de él. Tú, en cambio, eras de las que se tomaba el oficio como un servicio público. Gracias a tu sensibilidad, acompañada de una voz acariciadora, eras capaz de sonsacar la verdad a los protagonistas de tus historias al modo socrático, como una partera, sin fórceps, con naturalidad. Y haciéndote eco de sus vivencias engendrabas conciencia sobre sus problemas. Nadie podía mentir ni mentirse ante tu ojo clínico y crítico.
Además de periodista por vocación, eras semanasantera por tradición y carnavalera por devoción. Tu pasión por el Carnaval casa con tu filosofía vitalista, más cercana a Epicuro que a Epicteto, a Sabina que a José Tomás. El Carnaval era para ti la consagración de la vida como fiesta. El horaciano 'carpe diem' era el principio rector de tu existencia. Traducido libremente: «No dejes para mañana lo que puedas hacer y disfrutar hoy». Otra lección magistral que nos legaste a procrastinadores contumaces como el menda, que se arrepiente de no haberte dicho todo esto antes. No sé por qué lo demoré. Quizás por ese inveterado pudor que tenemos muchos tíos a expresar nuestros sentimientos por temor a ser vulnerables… o por vete a saber qué freudianas sinrazones.
Hasta siempre, joven Mir, nos vemos no donde habita el olvido, sino en la barra del único bar que veamos abierto, porque, como canta tu admirado Robe, «si te vas / me quedo en esta calle sin salida / uh, sin salida / que este bar / está cansado ya de despedidas / uh, de despedidas».
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