Esta semana, el ruido mediático del caso Rubiales y de las (no) negociaciones para la investidura de Sánchez o Feijóo, con el prófugo Puigdemont como ... árbitro no deseado, ha opacado una noticia que es un preocupante síntoma de la deriva reaccionaria de Occidente: el Gobierno 'tory' del Reino Unido estudia controlar a inmigrantes irregulares con brazaletes electrónicos dotados de GPS, como los que se ponen a los convictos en libertad condicional o en tercer grado.
Esta polémica medida se suma a esa «crueldad moral», como la ha tachado el arzobispo de Canterbury, que supone la Ley de Inmigración Ilegal aprobada recientemente por el Parlamento británico. Con esta norma, el Ejecutivo británico podrá negar el asilo a quienes llegan al Reino Unido de manera irregular –muchos tras jugarse la vida cruzando en bote el canal de la Mancha– y deportarlos de inmediato a su país de origen o a un tercero que se considere «seguro», como Ruanda, o encerrarlos en «prisiones flotantes».
Todas estas medidas, amén de más efectistas que eficaces pues no se pueden poner puertas al mar, contribuyen a criminalizar a los inmigrantes y a deshumanizarlos, al despojarlos de su dignidad y degradarlos a la categoría de infrahumanos, como hacían los antiguos y no tan antiguos con los esclavos o los nazis con judíos, gitanos y otras etnias que consideraban inferiores. La dignidad se puede entender como el límite de lo moralmente admisible. En ella, como explica la filósofa Adela Cortina (Ethic, 31 de julio de 2023), se fundamenta la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Para Cortina, la dignidad es el núcleo de una «ética mínima» en la que todos los seres humanos sean reconocidos como ciudadanos de nuestro mundo. La clave, subraya, es respetar esa dignidad. «Y respetar quiere decir no instrumentalizar a los seres humanos, ni con vistas a la política ni al dinero, y sí empoderarlos para que puedan seguir adelante, porque, como decía Kant, tienen dignidad y no un simple precio».
Sin embargo, en nuestra sociedad capitalista, en la que se valora a la persona no por lo que es sino por lo que tiene, el inmigrante es aceptado si no estorba, si nos resulta útil, si lo podemos explotar como mano de obra barata, o podemos aprovecharnos de sus grandes conocimientos científicos o técnicos o habilidades deportivas, o si es un caballero de fortuna dispuesto a invertir en nuestra tierra de promisión. Porque más que xenófobos o racistas los occidentales de hoy somos aporófobos, es decir, tenemos miedo a los pobres. Fue precisamente Adela Cortina la que acuñó el término aporofobia para referirse a la aversión que sentimos hacia inmigrantes o refugiados no por ser extranjeros o de otra raza, sino porque son pobres. Rechazamos al moro que llega en patera, no al jeque árabe que llega en yate.
La prueba es el mismo 'premier' británico, Rishi Sunak, multimillonario hijo de inmigrantes indios. Pese a ello, ha hecho de la tolerancia cero y la mano dura contra la inmigración «ilegal» bandera electoral. No obstante, no hace sino seguir la senda reaccionaria tomada por los conservadores británicos desde el referéndum del 'brexit' en 2016, la misma que el Partido Republicano estadounidense de la mano de Trump y la que peligrosamente están tomando otros partidos de la derecha moderada europeos, como el PP, al asumir las señas de identidad y enseñas identitarias de la extrema derecha e incluso abrazarse a esta para alcanzar o mantener el poder.
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