¿Qué ha pasado este sábado, 6 de diciembre, en Extremadura?
La conciliación familiar depende cada vez más de las abuelas. :: HOY
UN PAÍS QUE NUNCA SE ACABA

Sin esparadrapo

Donde se cuenta la experiencia en la cola de los análisis de sangre

J. R. Alonso de la Torre

Viernes, 6 de junio 2014, 08:06

Gema Silveira, una amiga de Facebook, se indignaba el otro día en la red social: «Si la mala leche que se genera en las colas en Caja Extremadura se convirtiera en energía, el ferial de Cáceres podría estar encendido para siempre». Desde que escribí que hay que viajar en autobús urbano para pulsar la realidad de las ciudades, me llegan mensajes recomendándome colas y lugares donde conocer de cerca, sin filtros, lo que está pasando.

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Una señora me avisó, también en Facebook, de que resultaban esclarecedoras las colas para hacerse análisis en la Seguridad Social y allí me fui, aprovechando que le tenían que sacar sangre a mi hijo.

La cola era nutrida y, como en las carnicerías, había que coger número en un expendedor de papelinos. El 37. Pues vale. A mi lado, y de viva voz, una señora le confesaba a otra un secreto del que nos enterábamos todos: «Yo no quiero hablar, pero lo que hace mi yerno conmigo es maltrato de ese que dicen que hay ahora, psicológico. Aunque ya te digo que esto no se lo cuento a nadie». De lo que deduzco que la socorrida expresión: «No somos nadie» está más vigente que nunca, sobre todo en las colas de los análisis.

Antes comparaba la sala de espera con una carnicería por la manera de coger la vez. Pero el símil también tiene que ver con lo que sucedió al instante. Una buena señora de unos 70 años salió de la consulta del analista con un brazo doblado y su nieto de diez años, al que debía llevar después al colegio. A la señora le habían sacado sangre y apretaba el algodón con fuerza para cortar la posible hemorragia.

Una paciente comentó que, con los recortes, ya no colocaban esparadrapos y otra comparó con la sanidad privada: «El otro día acompañé a mi hija, que es maestra, a un laboratorio privado, que, por cierto, una empresa grande ha comprado todos los de Cáceres, y a los pacientes de Asisa y de Adeslas sí que les ponen esparadrapo».

En ese momento, el niño de diez años tropezó, la abuela extendió su brazo doblado para cogerlo, se le cayó el algodón brotando un chorro de sangre con el que irrigó el suelo de la sala de espera.

La pobre mujer, azorada, intentaba recoger la sangre con unos pañuelos de papel mientras un hilo rojo seguía saliendo de su brazo. El nieto se asustaba, los pacientes que esperaban palidecían y la indignación se volvía efervescente y se conjuraba en una pregunta desesperada: «¿Pero no hay dinero ni para un cacho de esparadrapo?».

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De lo que se deduce que las colas, es cierto, son un trasunto muy indicativo de la realidad y, como escribía Gema Silveira, con la mala leche que generan se podría encender el ferial y también se pueden llenar las urnas de «podemos».

En la de los análisis aprendí que en la sanidad privada ponen esparadrapo y en la pública, no y que una parte de esa sanidad privada, en concreto los laboratorios, que antes, en Cáceres, pertenecían a médicos analistas locales, ahora son propiedad de una gran empresa que controla las extracciones de sangre y los estudios de orina.

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En la cola constaté también algo que ya sabemos: la contribución de las abuelas a la conciliación familiar. No solo porque la señora del algodón debiera llevar luego a su nietecito a clase, sino también porque la señora que proclamaba su secreto del yerno psico-maltratador confesó después su hartazgo de nietos: «En mi época, nos tocaba cuidar a los hijos a todas horas y ahora, ya ves, y de esto solo me quejo contigo, que no se lo cuento a nadie más, las madres de los niños todo el día dejándonoslos a sus suegras y a sus madres y ellas a ganar dinero o de juerga». Y sin esparadrapo.

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