La liebre de Martín Pérez
Memorias de un cazador de menor
SALVADOR CALVO
Martes, 15 de octubre 2024
¿Ocho, nueve años? Tal vez. Tarde de otoño. Mi señor padre se ciñó la canana; la mochila en la espalda y la del doce colgando de su hombro izquierdo. Me había avisado en la comida de que aquella tarde iría con él de caza. Yo me descompuse de emoción, angustia, nervios o vaya usted a saber. «Venga, vámonos». Las cuatro, o las cinco. La 'Yin' nos esperaba en la puerta trasera, la que daba a la calleja de Jacinto. Movía el rabo y nos miraba con las orejas enveladas de podenca canela fina y lista como ninguna. Salimos. Calleja de Garrido abajo hasta el abertal del Ejido Patero. Calleja del Molino, alejándonos de las casas del Barrio Nuevo. Mi señor padre caminaba por una vereda, no demasiado deprisa para no dejarme atrás. La 'Yin' trotaba delante de él, y al acabarse la Calleja del Molino y tener delante las anchuras de la Dehesa Boyal empezó a cazar acá y allá con el hocico pegado al suelo. No recuerdo ya cuántos fueron los pasos que dimos ni todo el trayecto. El recuerdo se centra en el escenario de un arroyo, creo que dentro del huerto de Martín Pérez. Mi padre me hizo una seña y vi que la 'Yin' movía el rabo más deprisa aún y miraba a un lado y otro, como diciéndonos que había algo, y cerca. De repente, saltó la liebre y corrió ladera arriba, la 'Yin' ladró y fue tras ella. Cuando la liebre casi llegaba al raspil de la loma, oí el tiro que le había largado mi padre. Desapareció, y la 'Yin' también, corriendo por donde había ido la liebre. Mi padre abrió la escopeta, sacó la vaina, la guardó y metió otro cartucho. «¿No le has dado?» le dije cariacontecido y lánguido. «Espera. Ahora verás.» ¿Qué iba a ver? Lo que vi tras unos minutos angustiosos. Enfrente, entre unas retamas, apareció la 'Yin' con la liebre en la boca. «La atravesé», dijo él. Luego me explicó lo que era un tiro empanzado y cómo la liebre corrió un tramo, pero fue perdiendo fuerza hasta que la perra la alcanzó. La cogió por el cuello y apretó su barriga para que soltara la orina. La metió en la mochila y me dijo que si quería llevarla. ¡Dulce peso el de aquella liebre! Tanto como la tremenda afición, vocación y vehemencias que ya me acompañarían toda la vida.