Que del toro manso ya nos libra Roca Rey
El ídolo peruano salvó los muebles de una soporífera tarde en la que los toros enaltecieron la mansedumbre y sus compañeros carecieron de lucidez
JESÚS BAYORT
Viernes, 28 de abril 2023, 23:10
Seguirán ninguneándolo quienes se autoproclaman adalides de la integridad sevillana, pero no hay modo de negar esta evidencia. Ya saben que no hay más ciego ... que el que no quiere ver. Que su estilo no se ajuste a la idiosincrasia de Sevilla no debe restar méritos a lo que hace y a lo que consigue. Triunfando incontestablemente, incluso antes de hacer el paseíllo este 'viernes de farolillos'. Con media ciudad huyendo a las playas, quitándose de la quema, del calor, de la insostenible Feria de Abril. Y llega este peruano, tan odiado como aclamado, y cuelga el cartel de 'No hay billetes' envuelto en una terna de escaso sentido: con la vuelta de un Castella al que no tocaron ni una palma tras el paseíllo y con la inclusión de un Juan Ortega que equivocadamente dijo «sí» a una corrida en sus antípodas. En tipo y formas.
La corrida de Victoriano del Río (tres con el hierro de Toros de Cortés) fue la gran epifanía de la mansedumbre. Al límite de todo, tan difícil de digerir para los toreros como para los aficionados. Sin una sola embestida con calidad, sin un solo momento de emoción. Que la puso toda el peruano, que apuesta por ellos como si fueran carretones ortopédicos, que reinventa el refranero español: «líbranos del toro bravo que del manso ya nos libra Roca Rey». Único de la tarde capaz de dejar la muleta de primera hora, y también a última, adelantada; jugándoselo todo por la ligazón, enterrándose sobre el centenario ruedo de la Maestranza como si sobre él se clavara el Machu Picchu peruano. En un alarde de capacidad, mando y temeridad.
La rúbrica mansa del sexto
Como lo de Cóndor, que salía en sexto lugar para rubricar con honores la tarde: desentendido, sin celo. Muy grande el burraco, como casi todos, sin dejarse lancear; entre arreones y oleadas, buscando siempre topar. Que ante Viruta ya demostró su verdadera condición cuando lo tuvo a merced hacia adentro tras el primer par de banderillas. Se escapó en tablas, nunca mejor dicho. Los mansos, por si alguno no lo sabe, aprietan hacia adentro. Hacia su querencia. Donde lo esperó Roca, como un junco por estatuarios, desafiando a los tendidos en el desdén final. Que puso en pie a más de uno, a quienes les dolía ya la piedra. «Vamos, toro, adelante», le gritaba el torero, que se la ponía en la cara, que ligaba entre saltos del animal. Que no se enreda entre probaturas, que menospreciaba los aspavientos del burraco.
Su milimétrico muñecazo, que duraba tanto como sus naturales, partía al de Victoriano, que no es que a él le punteen menos que a los demás... Sugestionaba a todos por su aplomo, por su manera de porfiar la realidad, de confiar en el éxito. Que evidenciaban su grandeza. Ligando remates junto a las dagas, que hasta arrancaron a Tejera. Y la gente lo increpaba, pidiendo el peruano que parase. Todo era temerario en él, jugando a exponer sus femorales. Se imponía el mando de Roca, rey de los mansos. Que volvía a poner a todos en pie tras una soberbia estocada. Que se continuaba con una doble petición de oreja, que acertadamente dejó Fernández Figueroa en una. Que no desmerecía al torero y que recuperaba la sensatez de la plaza. No todo tiene por qué ser Puerta del Príncipe.
Kamikaze peruano
Para que esa ecuación fuese posible antes tuvo que cortar una, que la logró ante Desenvuelto, el tercero, que podría haberse llamado Descompuesto, del estilo con el que embestía. Desde su desentendida salida hasta el oleaje gaditano final, que no incomodaba al kamikaze peruano, tan centrado en su planteamiento. El toro de Cortés era tan feo como grande, con la cara a la altura de las banderas, al que el látigo limeño le quitó toda contractura, que incluso parecía en su final con cuello. Había correteado de salida, emplazándose en los medios. Sin celo, sin entrega, que huía el de Cortés de José Manuel Quinta para terminar encontrándose en la puerta con Sergio Molina, al que por fin le dejaron darle. Y le dio, agarrándolo a dos metros del peto, con raza.
Con Antonio Chacón se volvió a hacer el silencio, que ya despierta el runrún de Sevilla. Metido en su expresión, dándole mucha distancia al ofensivo Desenvuelto, andando con torería, que emana de sus muñecas, de su alma, de su milimétrica talla. Sin que lo cerraran se fue Roca por él. En el tercio de chiqueros el de Cortés, en los medios el peruano. Con el compás muy abierto, corriendo la mano, suelto en su gesto. Que en dos muletazos lo entendió por el izquierdo, transformando su mal estilo en fluidez. Ésa es la verdadera capacidad del peruano, que terminó por sacarle partido a un toro aparentemente simplón, sin visos de nada. Imponiéndole su mando, menospreciando las oleadas mansas y a contraestilo. Que lo tumbó patas arriba con la espada.
Todo lo fresco que se había mostrado Sebastián Castella en su primero se tornó en aturullamiento y pesadez durante la lidia de Gaditano, más armónico que sus hermanos, igual de manso que el resto. Al francés le molestó el aire, el toro y la frialdad de Sevilla. No logró dejársela nunca puesta, sin encontrarle el punto.
Juan Ortega no pasó de voluntad, destacando en un prólogo por doblones ante el quinto, al que también quiso redondear a media altura, lo opuesto a lo que pedía de grandullón sardo, que terminó dando vueltas al ruedo aculado en tablas, sin dejarse matar. Le habían metido el Caballo de Troya, que debió rechazar. Más vale decir que no, para después decir que sí.
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