Trabajadores galos protestan contra la precariedad de sus empleos plantando prendas reflectantes al lado de una carretera. Abajo, un manifestante enarbola una bandera tricolor sobre una autovía y detalle alusivo al enfado del mundo rural en un 'chaleco amarillo'. AFP

La insurrección de los 'chalecos amarillos' en París

La Francia periférica del diésel desafía a Macron, el presidente de los ricos, con una marcha sobre París, la Bastilla de las élites del queroseno. La subida del precio del 'combustible de los pobres' es el detonante de su rebelión

FERNANDO ITURRIBARRÍA

Sábado, 24 de noviembre 2018, 11:10

Todos a París. A pie, a caballo o en coche, propone la convocatoria. Los insurgentes llaman a colapsar este sábado la capital francesa en una nueva toma de la Bastilla. Los 'chalecos amarillos' acechan el Elíseo cuando se cumple una semana de la insurrección popular contra la subida del precio de los carburantes. El poder central es el objetivo de la ira de la Francia periférica, donde habitan los perdedores de la globalización, los ciudadanos de ingresos más bajos, los expulsados por la especulación inmobiliaria y la carestía de la vida de la Francia metropolitana, rica, cosmopolita y europeísta. Son los empleados modestos condenados a utilizar el automóvil para ir a trabajar en áreas periurbanas sin transportes colectivos y desertificadas por los servicios públicos.

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La prenda reflectante obligatoria en los vehículos vuelve visibles a las clases populares y trabajadoras que escapan del olvido para rebelarse contra el sentimiento de injusticia fiscal derivado de las políticas liberales de Emmanuel Macron, el presidente de los ricos. Transportistas, artesanos, comerciantes, campesinos, enfermeras, repartidores, empleados, pensionistas, obreros, parejas jóvenes, mujeres solas con niños y demás provincianos marginados cortan carreteras, sabotean peajes y bloquean puntos neurálgicos en un movimiento sin estructuras, líder ni ideologías que traduce una exasperación galopante por la pérdida de poder adquisitivo en la desheredada Francia del diésel, motor de los trabajadores pobres.

Una gota de gasoil más caro que nunca ha desbordado el vaso de los rencores acumulados por quienes apenas logran estirar el sueldo hasta final de mes. Los precios de las gasolineras francesas, que figuran entre los más elevados de la Unión Europea (UE), son el combustible que aviva una protesta transversal, apolítica y de generación espontánea en las redes sociales. La culpa del gasolinazo es de los impuestos aplicados por París a los carburantes, más que de la subida del petróleo. El Estado se embolsa el 57% del precio de un litro de diésel y el 61% en las gasolinas. El objetivo del Gobierno es que la fiscalidad en ambos casos llegue al mismo nivel en 2022.

La herramienta elegida para alcanzar esa meta es la 'contribución clima energía' (CCE), creada en 2014 bajo el mandato presidencial del socialista François Hollande. Conocida popularmente como 'tasa carbono', este arma fiscal penaliza el gas natural, el fuel doméstico, el diésel y las gasolinas por su impacto negativo en el calentamiento climático. Macron ha optado por continuar las subidas progresivas aplicadas cada año por su predecesor, de quien fue ministro de Economía.

Los 'chalecos amarillos' pretenden frustrar el nuevo incremento de 3 y 6 céntimos previsto a partir de enero en el litro de gasolina y de diésel. Alegan que sólo el 19% del dinero recaudado por la fiscalidad sobre los combustibles sólidos alimenta la partida dedicada a la transición energética que sirve para desarrollar las energías renovables. Objetan que el grueso de las tasas sirve en realidad para reducir el déficit del Estado, acentuado por medidas fiscales favorables a los más ricos como la supresión del impuesto a las altas fortunas que exonera los contaminantes yates y las avionetas privadas de los más acaudalados que vuelan con queroseno libre de tasas.

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Obligados a conducir

El enfrentamiento entre las élites del queroseno y el pueblo del diésel también refleja la fractura territorial entre las grandes ciudades y la Francia periférica teorizada por el geógrafo Christophe Guilluy. «Las metrópolis son nuevas ciudades medievales con una burguesía que se encastilla detrás de sus murallas e incluso baraja instituir pronto peajes urbanos. En estos espacios cerrados los habitantes necesitan simplemente conexiones de salida en avión o tren de alta velocidad y el coche es para ellos obsoleto. A la inversa, las clases populares viven cada vez más lejos del puesto de trabajo y el coche es una necesidad vital», analiza. Cada día más de diez millones de franceses de los territorios rurales y periurbanos están obligados a conducir para ir al trabajo mientras en París únicamente un tercio de los hogares posee coche propio.

A juicio de Guilluy, «en la caza al coche emprendida por las élites se manifiesta una forma de inconsciencia de las dificultades de estos conciudadanos e incluso un desprecio de clase». Un ejemplo elocuente lo proporcionó el ministro portavoz Benjamin Griveaux al definir a los manifestantes como «tipos que fuman colillas y circulan con diésel», con una arrogancia elitista que arrojó más gasolina a la hoguera. Desde la óptica del ensayista, la defensa de la ecología se ha convertido en un factor de distinción social, ya que «resulta fácil un discurso sobre la necesidad de preservar el medio ambiente cuando se tienen los medios de disfrutar de un coche eléctrico o de consumir ecológico».

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Hasta la fecha la opinión pública aprueba la fiebre amarilla con porcentajes por encima del 70% en las encuestas. «El apoyo a los chalecos amarillos entre los obreros y los empleados es del 80%, menos de la mitad entre los cuadros», constata el politólogo Jérôme Sainte-Marie. El perfil de los simpatizantes está dominado por población activa con ingresos en torno al salario medio francés, que es de 1.700 euros. «Hay pocos verdaderos marginados y muy poca burguesía. Es la Francia de los trabajadores modestos, la que mantiene el país de pie», afirma.

Los análisis sociológicos coinciden en fijar como común denominador que trabajan y pertenecen a la clase media baja. «Es la Francia madrugadora, un mundo popular y currante», proclama el sociólogo Jean Viard. «No son menos ecologistas que los demás, pero no pueden desplazarse de otra manera que en coche», apunta antes de recordar que el 70,6% de los franceses van a trabajar en automóvil y la mitad de ellos declara que lo hace por necesidad.

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Los alcaldes, reunidos esta semana en su asamblea anual en París, subrayan el componente femenino de la revuelta. «Lo inédito del movimiento es que hay muchas mujeres», observa el socialista Christophe Bouillon. La alcaldesa bretona Agnès Le Brun confirma que «en los piquetes figuran muchas mujeres, más sometidas a la precariedad que los hombres a causa de los empleos parciales, de los malos horarios y las desigualdades salariales». La jefa del consistorio de Morlaix (Finisterre) recuerda que uno de cada dos franceses vive en un municipio con menos de 10.000 habitantes. «Lo que se expresa es un grito: somos invisibles e inaudibles, pero existimos. Es una angustia existencial, un sentimiento de pérdida de posición social y una constatación de impotencia», expone esta edil conservadora.

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