Vida perra
JACINTO J. MARABEL
Lunes, 16 de enero 2023, 08:14
En lugar de vídeos de Tiktok, los adolescentes noventeros nos pasábamos libros. Uno de los más sobados era 'Sin noticias de Gurb', una sátira despiadada ... de la Barcelona preolímpica que continúa siendo un éxito editorial. Eduardo Mendoza, que acababa de publicar 'La ciudad de los prodigios', recuperó para Seix Barral el folletín de El País donde había trazado una crítica social demoledora a través de los ojos de un extraterrestre metamorforseado en Marta Sánchez. Un disparate llevado al límite de lo absurdo que desnudaba algunas de nuestras carencias, junto a buena parte de las extravagancias que nos caracterizan.
Treinta años más tarde hemos superado con creces ese límite. Si Gurb regresara hoy a la Tierra adoptaría la apariencia de Rosalía y creería que los perros sojuzgan a los humanos, que se arrastran tras ellos recogiendo los excrementos. Algo así como ‘El planeta de los simios’ pero en canino. Y aunque en los años noventa se podía escribir libremente sobre esto, hoy resulta imposible ironizar sobre las mascotas o sus dueños sin ganarse la excomunión y una demanda judicial en toda regla. Nadie se atreve a decir lo que todos piensan: que las ciudades son de los perros, que deambulan felices por calles y plazas, dejando sus cositas por doquier.
Así que, aún a riesgo de que me rayen el coche, sepa usted que los perros son los amos del mundo y los humanos nos limitamos a dar pábulo a sus caprichos. Y como cada vez hay menos niños, los ayuntamientos están convirtiendo los parques en recintos para el esparcimiento animal. Eso da siempre muchos votos.
Ocurre en mi barrio, donde antes se veían guarderías y ahora proliferan las peluquerías y tiendas de chuches para mascotas. No tenemos una mísera portería, ni una canasta, para que los críos jueguen a la pelota, pero en la parcela reservada desde hace años para levantar un colegio han construido un circuito de entrenamiento canino muy chulo, con toboganes, columpios, fuentes con agua fresquita y arbolitos de sombra, oiga. Es una gozada para los dueños de mascotas, que terminan de ver la última serie en Netflix y salen a fumarse el pitillo a las tres de la madrugada.
Y es un verdadero regalo para los sentidos asistir al espectáculo de decenas de perritos corriendo, ladrando y peleando en mitad de la noche, aturullados por los gritos de sus dueños, a diez metros del dormitorio donde descansa un bebé o un anciano enfermo. Si pías, te conviertes en un paria, un apestado. Como poco, te habrás ganado el sambenito de insensible, maltratador o canalla, aunque te hayas criado con lobos y seas socio fundador de diez oenegés de protección animal. Algunos vecinos de mi barrio llevan una vida muy perra y otros han tenido que vender sus pisos para comprarse una parcelita en el campo. Aseguran que aquello es mucho más natural, auténtico y, sobre todo, tranquilo. Porque la ciudad, lo diga Agamenón o su porquero, es de los perros.
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