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Zona de paso

¡Biblioteca va!

Victoria Pelayo Rapado

Viernes, 9 de febrero 2024, 23:31

Confieso que tengo Facebook, no he caído en su esclavitud, tampoco me roba tiempo ni energía, por eso digo que tengo Facebook, él no me ... tiene a mí. A veces, hoy es el caso, da pie para esta columna. El otro día, y no es la primera vez, me encontré con la foto de un contenedor lleno de libros y enseguida pensé que eran los restos de una vida: un piso recién desmantelado por herederos impacientes y poco lectores. Desde hace tiempo me ronda la idea de adónde irán a parar las bibliotecas particulares, incluida la mía, cuando falten sus dueños lectores.

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Hace años, de visita en casa de alguien muy querido, contemplaba su pequeña gran biblioteca bilingüe; fue la primera persona que me habló del futuro incierto de los libros. Hasta ese momento nunca lo había pensado, entonces yo era muy joven, y otros los asuntos que me inquietaban; no es que ahora me quite el sueño, no, pero cuando un nuevo libro entra en mi casa, una vez leído y acomodado en mis estanterías, pienso que para alguien en el futuro será un estorbo.

Seguro que todos conocemos historias insólitas sobre el destino final de algunas bibliotecas. Yo conozco a quienes quieren controlarlo todo, incluso desde el más allá, y han decidido en vida a dónde irá a parar la suya; conozco a quien perdió una en el reparto de una casa y a quien perdió otra en un incendio; a quien embaló sus libros por una mudanza y tardó una década en desembalarlos; sé de una biblioteca que se llevó un ruso, quizá para practicar su español. Y, por último, conozco a quien compró una casa a los herederos de un cura con biblioteca, crucifijos y otros objetos santos incluidos.

Volviendo a la foto que ha inspirado este artículo, creo que desprenderse de libros arrojándolos a un contenedor solo lo puede hacer quien no ha leído uno en su vida. Quien tira a la basura a Lemaitre, McEwan, Marías, O'Farrell o De Vigan con la misma indiferencia que si tirara la cáscara de un plátano o la monda de una naranja quizá sea por ignorancia; no lo digo yo, lo dice el dicho: la ignorancia es osada.

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Existen opciones provechosas y menos radicales para los desaprensivos como dejar un par de ejemplares delante de la puerta de cada vecino, o en el banco del parque más cercano, o donarlos a una escuela con recursos limitados, por ejemplo; o más fácil aún: regalarlos a la familia, a los amigos, conocidos, compañeros, amigos de amigos, amigos de compañeros…

Quien tenga estos pensamientos, y cierta edad, es que tiene una pequeña biblioteca; alguien dijo que nunca había leído un libro, supongo que tampoco tenía; hay quienes queman después de leer y hay quienes los compran por tamaño, colores o metros, movidos solo por criterios ornamentales o decorativos: «Póngame dos metros rojos de Planeta». Por cierto, no conozco a nadie que no tenga un libro.

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En cualquier caso, un libro es algo valioso, no agua sucia que se arroja a la calle pero sin avisar, ¡agua va!

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