Podría hablar de Faustino Aguado, de Miguel Fuertes, de Manuel Guillén, de Antonio Monge o de Mariano Gutiérrez. De cómo fueron detenidos cuando la guerra ... ya había terminado y muchos de ellos creían que lo peor ya había pasado. De cómo fueron arrancados a la fuerza de sus pueblos, de sus familias, de la cercanía de sus seres más queridos. De cómo ninguno volvió jamás a Tomelloso, Mirandilla, Badajoz, Medellín o Argamasilla de Calatrava. De cómo fallecieron de hambre y frío en el penal franquista vizcaíno de Orduña tras un largo peregrinar por campos de concentración dispersos por toda España.
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Podría hablar de aquellos que los delataron, de quienes testificaron en su contra. Pero a estas alturas, eso ya no importa. Jamás sabremos qué les empujó a denunciar a sus vecinos. Jamás sabremos si fue el miedo, el cansancio, la esperanza de que quizá así, con aquel último sacrificio, podrían zanjarse tantos meses de guerra, hambre y sufrimiento. O quizá realmente esa era la España que deseaban construir, una en la que solo tuviesen cabida los vencedores. Qué importan ya sus razones. Porque, frente a lo que argumentan quienes quieren terminar con las leyes de memoria, nadie está pidiendo revancha. Nadie quiere señalar ni alimentar ningún rencor. Al menos entre quienes somos firmes defensores del derecho que tiene toda víctima a la verdad, la justicia y la reparación.
Podría hablar del cariño y el amor con el que fuimos recibidos por sus familias casi noventa años después, cuando, tras arduos trabajos de investigación, una pequeña expedición del Gobierno vasco acompañó sus restos, exhumados en el cementerio de Orduña, en su viaje de retorno a casa, al hogar de donde nunca tuvieron que haber salido. Por fin estamos aquí –dije a todas las familias en cada uno de los cementerios que fuimos visitando– estamos aquí con Faustino, con Miguel, con Manuel, con Antonio, con Mariano, que por fin retornan a sus pueblos, con sus familias, descansando a partir de ahora entre sus seres más queridos. Y nosotros, ya de vuelta a Euskadi, recordaremos siempre este viaje. Yo estuve allí, diremos, y mereció la pena.
Las leyes de memoria permiten hablar de lo que pasó sin miedo a enfrentarnos a un pasado doloroso
Son tantas las cosas de las que me gustaría hablar. Y precisamente esa es la razón de ser de las leyes de memoria, permitir que hablemos de aquello que pasó sin miedo a enfrentarnos a un pasado sucio y doloroso. Porque solo así, recordando lo que no queremos que vuelva a ocurrir, podremos construir una sociedad firmemente anclada en los valores democráticos, respetuosa y activa defensora de los derechos humanos.
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Tenemos que hablar, no dejar un solo espacio al silencio, explicar a la juventud que el único delito que cometieron Faustino, Miguel, Manuel, Antonio o Mariano, el único por el que fueron acusados y condenados, fue el pedir un trozo de tierra para todos los vecinos de sus pueblos.
Tenemos que explicarles que hubo un tiempo donde, por defender sus ideas, miles de vecinos y vecinas de tantos pueblos españoles fueron asesinados, encarcelados, condenados a morir de hambre y frío en campos de concentración. Tenemos que explicarles que las democracias son frágiles por naturaleza y que siempre, en todo momento, habrá quienes, por sus propios intereses, pretendan erosionar sus pilares. Explicarles que quizá muchos de los que denunciaron y testificaron en su contra se dejaron llevar por los mensajes de odio de quienes señalaban al diferente como si de un enemigo se tratara.
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Porque solo con el respaldo de una ley de memoria que esté comprometida con la mirada crítica y reflexiva al pasado, y con el apoyo firme de las instituciones, podremos hacer que las historias de Faustino, Miguel, Manuel, Antonio y Mariano sirvan de faro que nos advierta, por si alguna vez lo olvidamos, de que el odio puede llegar a ser un gas venenoso que contamina la convivencia.
Porque una sociedad adulta es aquella que no teme mirar a su pasado, por muy sucio que este sea. Una mirada que sepa comprender la complejidad de nuestra historia y evite omitir ningún pasaje de la misma, por mucho dolor que nos cause su recuerdo. Una lectura del pasado que nos recuerde que jamás una patria o una bandera pueden anteponerse a los derechos más básicos de cada individuo y, sobre todo, que, ante la violación de los derechos humanos, el silencio y la indiferencia jamás pueden ser la respuesta.
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