El viernes fui a hacerme unos análisis médicos y el sanitario que me extraía la sangre me piropeó. No alabó mi belleza, mi estilo ni ... mi voz, solo exclamó admirado: «¡Qué buena vena tiene usted!». A partir de cierta edad, los mejores piropos, los que de verdad valoro, son los que se refieren a mi cuerpo, pero no ponderando mis virtudes estéticas, sino mis síntomas de buena salud. Mi madre es como yo. Tiene 96 años, no se levanta nunca de su silla de ruedas y está bastante despistada, pero cuando va al médico, no se fija en los consejos para evitar infecciones de orina ni en la multitud de pastillas que le recetan, sino en los elogios de las enfermeras, que celebran su cutis terso por ser síntoma de vitalidad y garantía de longevidad: «Tiene usted la piel como una joven de 60».
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Mi suegra, 93 años, es más escéptica y no se cree los piropos sobre su lozanía. Ella tiene su propio libro de estilo y en él no entra la sentimentalización de la vejez. No soporta que la tuteen, le hablen con diminutivos, en primera persona del plural y a voces. «¿Cómo estamos, abuela? ¡Qué carita más buena tenemos hoy! Anda, quítate el abriguito y espera un momento», le dicen y ella reacciona sin piedad: «Soy abuela de mis nietos, no de usted. No soy una niña, así que tengo abrigo, no abriguito. Sé la cara que tengo y ni es carita ni es buena y no estoy sorda ni me conoce lo suficiente para tutearme».
Mi suegra deja claro que ella es vieja, no mayor ni veterana, que es vieja, pero no tonta y que no aguanta la condescendencia ni los piropos caritativos. Cuando el viernes presumí de mi vena grande y buena, me miró con sorna y me desarmó: «¡Qué inocente eres, yerno! Y además de viejo, tonto».
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