No sé si es que nací así, o es que me marcó para siempre la muerte de un hermano pequeño. Lo cierto y verdad es ... que en la muerte de cualquier ser humano siempre he visto lo que es: una tragedia. «Ver en lo que es», dijera Stendhal, aunque yo por entonces no tenía ni barruntos de dicho señor. Mientras escribo (dice Umbral que hablar y escribir son las mejores maneras de pensar, salvo para Einstein, que pensaba sin palabras), mientras escribo, les decía, he llegado a la conclusión de que lo mío es cosa de nacimiento, pues que antes de la muerte de mi hermano, cuando los muchachos de la calle gritaban alborozados, «¡hoy echan una de guerra!», yo me disgustaba. Yo, claro es, no conocía de nada a ninguno de los cientos que morían en la película, perdón, en la peli, tanta sangre me producía mucho desagrado. A mí las que me gustaban eran las pelis, ¡horror!, de amor, en las que siempre la actriz principal era bellísima y de la que siempre acababa enamorado.
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En razón de la violencia, tampoco me gustaban las cintas del oeste, en las que la muerte, menos frecuente que en 'las de guerra', estaba presente a las primeras de cambio, aunque los abatidos fueran siempre muy malos, sucios y mal afeitados y fumaban tabaco malo. Pero, ante todo, lo que no podía entender era la naturalidad con la que el autor del disparo, la pistola aún humeante, entraba en la cantina tan ufano, se bebía, perdón, se tomaba una copa de whisky, tiraba una moneda sobre el mostrador y se marchaba tan altivo, sin mostrar el más mínimo remordimiento por haber matado a la persona que aún permanecía tirada en medio de la explanada. El súmum, o sea, la sublimación de todo esto era la extraordinaria valoración que se tenía del homicida: por ser el más rápido en el manejo del revólver a la hora de matar… a un ser humano. Lo curioso es que, a veces, el pistolero llevaba una Biblia en la que, a lo que se ve, no figuraba el Quinto Mandamiento.
La cosa no quedaría ahí. Hastiados los públicos del pistolero que mataba de uno en uno, van los del cine y se inventan a un detestable psicópata que mata de cien en cien, un tal Rambo, que, por supuesto, duerme tan tranquilo como el de la pistola.
Al grano. A ver quién es el guapo que me demuestra que esa manera tan frívola de abordar la muerte no es algo asquerosamente aberrante. Ni cine, ni ficción, ni leches: la muerte de una persona es siempre una tragedia y con las tragedias, poquitas bromas. Es que a mí no hay quien me quite de la cabeza que, en las masacres que con harta frecuencia se vienen produciendo en Norteamérica –ah, la muerte de los diecinueve niños–, subyace, inconsciente colectivo mediante, la psicopática frivolidad cinematográfica en el uso las armas. Y la demencial facilidad para adquirirlas, claro. He dicho.
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