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Opinión

Vacaciones

Ángulo inverso ·

Minimizar los efectos negativos del turismo merece una reflexión profunda, pero en ningún caso la calidad y la sostenibilidad deben estar ligadas a la capacidad económica

Candelaria Carrera Asturiano

Miércoles, 26 de junio 2024, 08:11

Empiezan las vacaciones. Miles de familias se disponen a disfrutar de unos días de descanso y desconectar de sus problemas. Tras un año de trabajo ... y otras responsabilidades que nos obligan a vivir pendientes del reloj, esta pausa se espera como agua de mayo. Las ciudades costeras suponen un destino especialmente atractivo, sobre todo para los que vivimos en el interior. Allí nos trasladamos con nuestros ahorros y con el ánimo de no escatimar en gastos. Nos desentendemos de la guerra en Gaza, de las elecciones en países dominantes y por supuesto, de la financiación «singular». Salvo catástrofe natural próxima, buscamos alejarnos de la realidad que nos asola, frente a la que cada día nos sentimos más impotentes.

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El turismo alcanza su punto álgido en la época estival e inyecta cientos de miles de euros a las empresas del sector. Hoteles, restaurantes y tiendas de todo tipo, experimentan un aumento exponencial de sus ingresos, lo que les permite crear empleo. Pero su impacto no se detiene ahí, afectando a otras actividades que también se benefician de estos desplazamientos masivos.

Y es al albur de este auge, cuando surgen otras cuestiones que están poniendo en tela de juicio nuestra forma de viajar. Nuevos conceptos, como el turismo ético, que pretenden cambiar los hábitos de un derecho relativamente reciente como es el de las vacaciones, que pretende compensar el esfuerzo realizado durante el año laboral. Un derecho, dicho sea de paso, que sigue siendo desigual, sobre todo si comparamos a personas asalariadas y autónomas, donde éstas últimas pierden por goleada en cuanto a períodos de descanso se refiere.

Este nuevo modelo del que se habla, aunque ambiguo, viene a trasladarnos la necesidad de cuidar el planeta ante la situación de emergencia climática que padecemos. Pone de relieve la destrucción literal de determinados destinos por la masificación y aboga por acabar con la individualización que, hoy por hoy, supone esta experiencia. Nos pide tener en cuenta todas las consecuencias que acarrea al medio ambiente y a las poblaciones autóctonas y que midamos desde la forma en la que nos desplazamos, hasta los alojamientos por los que nos decidimos.

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Todo esto es coherente y equilibrado. Sin embargo, es poco realista si tenemos en cuenta los recursos de la mayoría. El margen que se tiene es mínimo. Los días de playa, montaña o ciudades históricas se han visto reducidos porque los precios no permiten estancias más largas; no se elige el medio de transporte más cómodo, sino el que resulta más económico, tratando de ahorrar en todos los costes para ganarle otra jornada a la cotidianeidad y, además, se opta por aquellos lugares que se pueden pagar, aunque se sueñe con otros más alejados y exóticos.

Minimizar los efectos negativos del turismo merece una reflexión profunda, pero en ningún caso la calidad y la sostenibilidad deben estar ligadas a la capacidad económica. Esto es clasista, radical y nos privaría de un derecho básico que ha costado siglos conquistar.

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