Ya he escrito en alguna otra ocasión y se ha dicho hasta la saciedad que Italia es un laboratorio político. Todo lo que ocurre en ... las democracias occidentales ha ocurrido antes en el país de Maquiavelo. Allí surgió el fascismo y el eurocomunismo y han tenido más gobiernos desde el final de la Segunda Guerra Mundial que en cualquier otro lugar, amén de dos ejecutivos tecnocráticos (presididos por los conocidos como 'Super-Mario': Monti y Draghi), uno netamente populista (el formado brevemente por el Movimiento 5 Estrellas y la Liga de Matteo Salvini) y ahora uno liderado por la ultraderecha, en concreto por Hermanos de Italia de Giorgia Meloni, que gobierna en coalición con la Liga y la Forza Italia del recientemente fallecido Silvio Berlusconi. Este a su vez brotó del estiércol de la 'tangentópolis', el sistema de corrupción institucionalizada que se desmoronó a inicios de los años 90 arrastrando en su caída a los dos partidos hegemónicos, el socialista (PSI) de Bettino Craxi y la Democracia Cristina de 'il divo' Giulio Andreotti. Lo paradójico es que de ese hundimiento de la llamada Primera República italiana se benefició el mayor corrupto y corruptor, el mediático Berlusconi, quien, con interferencias y pese a la multitud de escándalos en los que ha estado implicado, ha sido desde entonces quien más tiempo ha ocupado la jefatura del Consejo de Ministros.
Con el ubuesco y faunesco Silvio empezó todo. Es el capo, el pionero, como Jesús Gil en España, del nacionalpopulismo rampante de hoy. Es el profeta de la que el historiador italiano Steven Forti ha bautizado como extrema derecha 2.0. Es el precursor de Donald Trump, su espejo, su vida paralela. Es el productor sin escrúpulos de la política espectáculo, un vividor del cuento.
El secreto del éxito del antiguo 'cavaliere', título que perdió tras ser condenado por fraude fiscal, no es su ideología, sino su retórica. Él no es un político, sino un empresario de la política, un vendedor de humo, un traficante de sueños, un ilusionista. Hay una escena en la satírica película 'Silvio (y los otros)', dirigida por el irreverente Paolo Sorrentino, discípulo aventajado de Fellini, que lo retrata bien, al modo de los espejos deformantes del callejón del Gato. En ella, Berlusconi, haciéndose pasar por un agente inmobiliario, convence por teléfono a una mujer para que le compre un piso inexistente. Como le confiesa en otra escena a un nieto, «una verdad es el resultado del tono y la convicción con la que la afirmamos». Por tanto, concluye, no tiene importancia que una cosa sea mentira, lo único que importa es que los demás se la crean. En definitiva, en política no importa ser veraz, sino verosímil, por encima de la verdad está el relato. Silvio inventó así la posverdad antes de que la palabra se popularizara tras la victoria electoral de Trump y el 'brexit'. No obstante, no hizo otra cosa que actualizar las idea de Goebbels de que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad.
Hay, sin embargo, otra lección que podemos aprender de Berlusconi, un aviso para navegantes gallegos que viran a estribor en busca del vellocino de oro. Silvio apadrinó a ultras como Meloni y Salvini, se apoyó en ellos para sostenerse en el poder, legitimándolos ante el electorado, normalizando su discurso y asumiendo su marco conceptual. Creyó, quizás, que, cual Cronos, acabaría devorando a sus ahijados en las urnas, pero al final han sido estos los que han acabado devorándolo a él.
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