Una encina en Ceclavín
El yuppie que se bajó del avión y se quedó en tierra para siempre
Durante unos años publiqué cada mes un artículo en el medio más leído en castellano: tenía cinco millones de lectores. Sin embargo, no sentía demasiada ilusión, desde luego, nada comparable a publicar en un medio local. Pagaban muy bien y eso quizás me compensaba, pero nunca he sido capaz de trabajar sin emoción y en cuanto tuve un pretexto, regresé a mi periódico de cercanía con su gracia y su secreto de intentar llegar a la aldea global desde la aldea local, de aspirar a lo universal contando la historia de una señora que raja aceitunas sentada a la puerta de su casa en el barrio cacereño de Las Trescientas.
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También fui yuppie durante un tiempo. Muy poco tiempo, quizás fuera yuppie o ejecutivo agresivo durante un mes. Fue divertido porque me permitió realizar mi primer viaje en avión en un tiempo en que en los institutos organizábamos excursiones a Barajas para ver por primera vez los aviones.
Yo no sabía que viajaba en primera, eso que ahora se llama clase business, y no cogí salmón ahumado cuando la azafata me lo ofreció porque creía que había que pagarlo. El vuelo iba a Bruselas y a mi lado estaba sentado el entonces comisario europeo Abel Matutes, bastante más yuppie que yo: comió salmón con desenvoltura.
Pero tras el bautismo aéreo, empecé a aburrirme. Colaboraba con una empresa que organizaba ferias de muestras y la primera feria me llamó la atención y tomé muchas notas para escribir, pero luego descubrí que eran todas iguales y perdí la emoción. Supe que lo de yuppie no era lo mío el día que tuve que ir a la Feria del Mueble de Valencia y, en vez de viajar en avión directamente desde Vigo, preferí ir en tren para poder leer poesía social de posguerra, tema sobre el que pensaba escribir una tesis que nunca fue.
¿Dónde se ha visto un ejecutivo agresivo que en vez de tardar hora y media en llegar a su destino opta por coger un expreso nocturno y un inter-city diurno para tardar 20 horas dedicadas a leer la poesía comprometida de Gabriel Celaya y la lírica desarraigada de Pepe Hierro? Al volver de Valencia, dejé de colaborar con mis amigos feriantes, me olvidé de ser yuppie y me refugié de nuevo en lo local.
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Estas experiencias me han servido de mucho porque han eliminado cualquier frustración por no ser rico, por no tener millones de lectores, por no estar en la pomada... Así, cuando a veces te abruma lo local, enseguida recuerdas que detrás del cosmopolitismo acecha la impostura, que menos puede ser más y que los universales se esconden en un verso de Celaya, en un rincón de Los Barruecos, en la crónica sobre una bodeguilla de Alconchel.
A medida que pasan los años, soy más devoto de las memorias de los Baroja y de los dietarios de Pla. Acabo de leer 'Aire de familia', una historia íntima de los Baroja escrita por Francisco Fuster y publicada en Cátedra. Cuenta la vida de esa estirpe de artistas huraños, celosos de su vida privada y de su intimidad, raros, recluidos en su casa de Vera de Bidasoa, donde crean un universo vital muy particular.
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De Josep Pla envidio su vida alejada del fragor urbano en su masía: el Mas Pla de Llofriu (Palafrugell), en el Ampurdán, escribiendo, aterrado por la posibilidad de pasar frío, algo en lo que coincidía con Pío Baroja, incomprendido, ejerciendo de cronista de lo cotidiano, de lo rural, del todo.
Esta tarde empiezo mis vacaciones de Semana Santa y me voy a Ceclavín, a la casa familiar que mis padres heredaron, junto a la ermita del Encinar, alejada del ruido, perdida en la dehesa. Toda la felicidad del mundo cabe ahí. No hay salmón ahumado ni comisarios europeos, pero suenan esquilas de cabras, cantos de cucos, mugidos, relinchos, silencios... Por la mañana, bajaré al pueblo a comprar el pan, tomar café y leer el HOY. Al mundo no se llega en avión ni teniendo cinco millones de lectores. El mundo está en Ceclavín, a la sombra de una encina.
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