Niños jugando en un parque en una imagen de archivo. :: hoy

Madres armadas de zapatilla

Mamá sigue hablando sola y amenazando con irse de casa

J. R. Alonso de la Torre

Miércoles, 10 de diciembre 2014, 07:40

En el colegio de las josefinas de Cáceres, cuando los niños queríamos ir al lavabo, allá por los años 60, le pedíamos a sor Encarnación permiso para ir al cuartito. En las escolapias de Mérida, en la misma época, eran todavía más finas y solicitaban licencia a la hermana para visitar el petit.

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Ah, qué época cursi de tabúes tremendos para cuestiones muy nimias! En estos tiempos en que las barbaridades más extraordinarias son moneda común, cómo no vas a sonreír al recordar que en los tiempos del petit y del cuartito existía un eufemismo para la necesidad mayor que descolocaba bastante más que el original. Me refiero a ensuciar. ¿Cómo podíamos llegar a tal extremo de ridiculez, avisar de que nos íbamos al cuartito a ensuciar y quedarnos tan panchos?

Pero aquella finura léxica nos marcó hasta el punto de que soy incapaz de reproducir aquí, por escrito, los usos modernos que se emplean como sinónimo de ensuciar. Nos educamos finitos y así nos hemos quedado de por vida.

Y nos educaron nuestras madres, porque el padre, en el tiempo del petit, era una figura simbólica que aparecía por casa a la hora de comer y era utilizado como señuelo. «Te vas a enterar cuando se lo cuente a tu padre. Ya verás cuando venga tu padre. Pregúntale a tu padre.» Con estos avisos, no es de extrañar que entre las dos y las tres, cuando llegaba el padre, una tensión tremenda se respirara entre el cuartito, situado siempre al fondo del pasillo, y el recibidor, que como su propio nombre indica estaba a la entrada y no servía para nada salvo en señaladas ocasiones de pésames, pedidas de mano o recepción al vendedor de enciclopedias. Porque en ese tiempo, además de ensuciar y recibir, en todas las casas había una enciclopedia y muchos mayores de hoy saben un poco de todo gracias a aquellos 20 libros que devoraban si tocaba gripe, paratíficas o cualquier otra fiebre de convalecencia larga.

Excepto a la hora de comer y a la hora de cenar, tramos horarios en los que la autoridad paterna se hacía patente, el resto del tiempo, con el cabeza de familia en la oficina, en el campo, en la tienda o en la obra, era la madre quien ponía orden en casa. Tarea ardua en una familia numerosa, con un solo canal en la tele y una programación infantil que rara vez superaba la hora. El resultado era una madre en continuo estado de desesperación y recurriendo continuamente al chantaje: «Un día cojo la puerta, me voy y a ver cómo os las apañáis sin mí». Era una promesa retórica que nadie en casa se creía. Tampoco resultaban muy efectivas sus amenazas de ejercer una violencia devastadora armadas únicamente con una zapatilla.

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«Como me quite la zapatilla os vais a enterar», avisaban desesperadas, y a veces cesaba el desmadre, pero no por miedo a los posibles estragos del calzado de paño, sino por solidaridad. Si tu madre recurría a la zapatilla es porque ya no podía más y había que bajar el registro de peleas, travesuras, vaciles y gritos.

Las madres de antes, y creo que las de ahora, también, recurrían a lo obvio cuando ya no sabían cómo mostrar su preocupación. Si ibas de internado o de campamento, te recomendaban aquello de si tienes hambre, come, si tienes sed, bebe y si tienes frío, abrígate. Era estúpido, pero muy tierno. Tanto como cuando te pedían que te cambiaras de muda por si te pasaba algo y acababas en un hospital o cuando remataban una discusión sin salida recurriendo a la infalibilidad materna: «Eso es así porque lo digo yo que soy tu madre».

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Aquellas madres de antes y estas madres de ahora hablaban solas muy a menudo. Cada vez que se sentaban anunciaban la buena nueva: «Uf!, es la primera vez que me siento en todo el día». Y cuando se hartaban de que les ensuciaras el cuartito o el petit, se engañaban a sí mismas deseándote lo último que deseaban: «A ver si te casas y te vas de casa, que te aguante otra». Pero les encantaba aguantarnos.

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