La media veda es un deseo onírico que late en silencio durante meses, un anhelo que prende en el pecho del cazador cuando el invierno se retira y el campo comienza a abrir los ojos al renacer de la vida. Esperarla es como aguardar un reencuentro íntimo con nuestra pasión y con la esencia misma de la naturaleza, una complicidad que vuelve a nacer con la primera luz que rompe la penumbra del tórrido amanecer.
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Es entonces cuando el monte se viste de tonos dorados y el aire vibra con fragancias que evocan la tierra seca, el polvo y la semilla tostada. Es en ese bucólico y celestial escenario donde brotan las tórtolas con su vuelo errante, las palomas que cruzan los sembrados como sombras silenciosas y las codornices, leves secretos escondidos entre espigas temblorosas. Pero no están solas: el sigiloso zorro se desliza como un murmullo entre los matorrales, y el ánade real, con su porte majestuoso, levanta el vuelo de las aguas tranquilas en un estallido de fuerza y color que deslumbra.
La media veda es la recompensa de la espera. Es el arte de madrugar cuando la noche aún retiene al mundo, de caminar despacio, con el oído despierto y el alma abierta, atento al rumor del viento o al crujir leve que revela la presencia de vida. Es ese instante irrepetible en que una codorniz rompe el aire, cuando una tórtola se recorta como silueta contra el cielo o el zorro, invisible casi, se atreve a cruzar un claro. Es también el momento solemne en que el ánade real sacude la calma del agua con un batir de alas que parece un trueno en miniatura.
La media veda es la hermandad en la sombra de una encina, el vino compartido en la curtida bota, el pan con chorizo que sabe a gloria, las risas que se mezclan con el silencio del campo, las miradas cómplices que sellan recuerdos. Porque más allá de la pieza, lo que se vive es un vínculo con la tierra, una tradición heredada, un modo profundo de habitar la vida.
La media veda no es un simple intervalo del calendario: es el cumplimiento de un deseo antiguo, un diálogo entre el hombre y el monte, entre la espera y la recompensa. Es un pacto de respeto con la naturaleza, donde cada disparo lleva consigo reverencia, cada pieza abatida se honra y cada jornada queda escrita en la memoria con la tinta imborrable de la plenitud.
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