Leer a Eliot hoy
Golpe a golpe. La traducción de Luis Sanz Irles de 'La tierra baldía' extrae gran parte de la musicalidad de una obra casi concebida como sinfonía
Carlos Aganzo
Sábado, 4 de octubre 2025, 02:00
Creo que hay treinta buenos versos en 'La tierra baldía'. ¿Puedes encontrarlos? El resto es efímero». Eso le escribió Thomas Stearns Eliot a su amigo ... Ford Hermann Hueffer, más conocido como Ford Madox Ford, tras las primeras críticas, la mayor parte de ellas negativas, de su libro, que se había publicado en Londres, en el primer número de su revista literaria 'The Criterion', en octubre de 1922. Quizá treinta buenos versos, de entre los 434 que componen este poema en cinco movimientos, que bastaron para que aquello presuntamente efímero se convirtiera en un icono eterno de la Europa de entreguerras: «El testimonio más aterrador de un siglo aterrador».
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T. S. Eliot, nacido en Saint Louis, Misuri, en 1888, tenía entonces 34 años. Vivía en Londres desde los 26, y ya era un poeta e intelectual reconocido. Desde Londres vivió la Primera Guerra Mundial, antes de convertirse, en 1927, al anglicanismo, y de obtener la nacionalidad británica. Y mucho antes, desde luego, de obtener el Premio Nobel de Literatura, en esta ocasión después de terminada la Segunda Guerra Mundial. Tras aparecer en Inglaterra, el poema se publicó en Estados Unidos al mes siguiente, de nuevo en una revista, 'The Dial', y ya en diciembre se convirtió en libro, 'The Waste Land': la mítica edición príncipe de la editorial Boni and Liveright de Nueva York. A partir de ese momento se interpretó como un verdadero símbolo de aquel momento tan especial de la historia de Europa y del mundo, que se conoce, paradójicamente, como los «felices años 20»: un instante de ordinaria locura antes del estallido de una nueva guerra, de consecuencias todavía más demoledoras que la anterior.
Sobre la expresión de este contexto histórico concreto, la lectura de 'La tierra baldía' ha tenido siempre, además, y hasta nuestros días, la capacidad de ofrecerle al lector una visión particular del libro, acorde con la propia circunstancia de cada momento o de cada persona. Algo que solo consiguen las creaciones verdaderamente universales, que desde la experiencia particular levantan una imagen absoluta y eterna de la condición humana. Una imagen, en este caso, vibrante, inquietante, rotunda y doliente. Lo mismo que nos sucede hoy, con las concomitancias de nuestro tiempo, cuando leemos a Eliot en la cuidada versión para Olé Libros (2020) de Luis Sanz Irles, un malagueño de Valencia que, además del sentido, ha conseguido extraer en su traducción gran parte de la musicalidad de esta obra casi concebida como sinfonía. Una traducción que «le devuelve al poema su condición musical», en palabras del poeta, ensayista y autor del prólogo, Ernesto Hernández Busto.
Toda la desolación espiritual vuelve a sentirse hoy con pasmosa actualidad con la lectura de este poema extraordinario
Imágenes que nos interpelan
«¿Qué raíces se aferran a este inmundo pedregal? / ¿Qué ramas en él crecen? Hijo de hombre, / no puedes saberlo ni adivinarlo, pues solo has visto / un montón de imágenes rotas donde golpea el sol, / donde no da cobijo el árbol muerto ni brinda alivio el grillo / ni resuena el agua en la reseca piedra (…)». No son estos los versos de ese legendario inicio del libro, con su 'Abril es el mes más cruel'. Pero quizá alguno de ellos sí se encuentre entre esos hipotéticos treinta buenos a los que aludía el poeta, que resuenan de una manera especial cuando vemos ahora las imágenes de devastación de las guerras que nos interpelan, aunque no las tengamos tan encima, ni mucho menos tan cercanas, como las tuvo Eliot cuando escribió 'La tierra baldía'.
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Toda la desolación espiritual de aquella nueva caída y estrepitosa de Occidente, que con el eco de las bombas no hace otra cosa que poner en evidencia la degeneración de una sociedad que nunca termina de arreglar sus cuentas, vuelve a sentirse hoy con pasmosa actualidad con la lectura de este poema extraordinario. Este pentíptico que va desde 'El entierro de los muertos' hasta 'Lo que dijo el trueno', pasando por 'Una partida de ajedrez', el siempre vivo 'Sermón de fuego' y la extraña elegía de 'Muerte por agua'. Un lienzo fragmentado y fragmentario desde el que reconstruir, pieza a pieza, el espejo roto del retrato de Dorian Gray de la vieja y desorientada Europa. El caos absoluto que produce la interpretación torcida, descaminada y monstruosa de la modernidad. La modernidad de un mundo que perdió la fe el día en que Nietzsche lo proclamó, por boca de un loco, en 1882, en aquel aforismo 125 de 'La gaya ciencia'. Y que todavía no la ha recuperado.
Tierra baldía donde todo parece estéril, por más que Eliot, en su versión personal del apocalipsis, nos quiera dar a entender que, bajo los escombros de las ciudades en llamas, todavía está la semilla del pensamiento, la sabiduría e incluso el humanismo y la filantropía de las viejas voces de Oriente y Occidente, antes, en el medio y después de otras catástrofes físicas y existenciales. La prospección en busca de agua nueva de un poeta zahorí, como nos dice Sanz Irles, que parece «el único ser capaz de devolverle la fecundidad al mundo en decadencia». Quizás con eso es con lo que nos tenemos que quedar. Acaso porque no nos queda otro remedio.
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