Disponer de un pequeño espacio donde cultivar los productos de la huerta que uno consume, es uno de los sueños que está en el imaginario de parte de la población urbana. Además, la crisis del coronavirus también ha reforzado este nuevo deseo poblacional, debido fundamentalmente al mayor tiempo que se ha tenido que pasar en las casas y la búsqueda, por tanto, de nuevas y gratificantes actividades. Una tendencia reforzada por la idea reciente de una gran crisis energética que puede limitar el abastecimiento de productos básicos, y que está calando cada vez más en un pequeño sector de nuestra sociedad.
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Otra cuestión es que estas personas sean conscientes de lo laborioso que es y el tiempo que hace falta dedicar para obtener productos de calidad, sabrosos y saludables de tu propio huerto. Pero además y todavía más importante, está la limitación que supone la falta de espacio físico donde instalarlo; en definitiva, la disponibilidad de suelo, o al menos del sustrato adecuado.
Cuando alguien vive en las zonas periféricas de las ciudades o en poblaciones próximas, es más fácil disponer de un espacio en el jardín en el que instalar un pequeño huerto, pero no es así en la mayoría de los casos. En muchos de ellos, la propia terraza o la azotea, siempre con la preceptiva autorización, terminan siendo la solución más factible. En todo caso siempre está la alternativa, cada vez más extendida, de los también llamados huertos de ocio, que son fincas públicas divididas en pequeños huertos familiares que se adjudican por procedimiento público y que ofrecen servicios mancomunados de acceso a 'inputs', asesoramiento técnico, gestión de residuos, etc.
Pero además de la contribución de esta actividad al equilibrio psicológico de las personas, también es una buena herramienta educativa para las jóvenes generaciones, que de esta manera se aproximan y conocen mejor nuestro sector primario, aunque sea de refilón. Sin embargo, con esta interesante ocupación que cada vez se expande más en nuestras azoteas y terrazas, se produce una curiosa paradoja. La satisfacción de estos nuevos productores urbanos por obtener alimentos que no han sido tratados con productos de síntesis, no cuenta con el hecho de que han estado sometidos a una intensa contaminación atmosférica que deposita residuos y sobre la que no hay ningún control. Basta con fijarse un poco en la evolución del color de las fachadas y de otros elementos urbanos, para darse cuenta de la cantidad de depósitos sólidos que cada año se depositan en estas plantas. Mientras que en la agricultura convencional hay una estricta regulación y vigilancia de los productos aplicados y de los residuos que pueden generar, esta no existe en el caso de los contaminantes urbanos de la agricultura doméstica. No se elaboran estudios que informen al consumidor de los niveles de contaminantes que tienen las frutas u hortalizas que tan afanosamente han cultivado.
Pero no solo la agricultura ha llegado a nuestros edificios, las coberturas vegetales en los mismos toman cada vez más fuerza y disponen de ambiciosos programas públicos para su desarrollo en grandes ciudades de nuestro país. Son muchas sus ventajas. Una muy básica es el incremento del valor del inmueble, y por lo tanto de las propiedades horizontales en que está dividido. Por otro lado, mejora la impermeabilidad y el aislamiento, tanto acústico como térmico, lo que disminuye el consumo energético. Pero también los factores medioambientales son llamativos. Por ejemplo, facilita la retención de agua de lluvia, lo que reduce el riesgo de inundaciones por colapso del alcantarillado; reducen la contaminación atmosférica y contribuyen a reducir el cambio climático, siendo sumideros de dióxido de carbono y emisores de oxígeno; y crean pequeños hábitats para la fauna.
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En definitiva, es un modelo todavía incipiente, con muchas limitaciones y retos que superar, pero que podría ayudar a cambiar la fisonomía de nuestras ciudades, mejorar su calidad de vida e integrar al sector primario en el corazón de la sociedad de los países más desarrollados.
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