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SOCIEDAD

El arte del sufrimiento

Su ensayo abarca quinientos años y contiene numerosas referencias a la forma de abordar el tema desde la plástica 'Historia cultural del dolor' aborda la diferencia conceptual experimentada en la representación de este fenómeno

GERARDO ELORRIAGA

Lunes, 23 de enero 2012, 10:05

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Javier Moscoso recorre cinco siglos de sufrimiento. En 'Historia cultural del dolor' (Taurus), su última publicación, estudia este fenómeno a través de las diversas materializaciones o maneras de objetivarlo. El autor, profesor de investigación de Historia y Filosofía de las Ciencias en el CSIC, analiza su representación, la imitación o la narración, elementos necesarios para su percepción como una realidad que supera el mero ámbito subjetivo y se convierte en la experiencia colectiva.

El ensayo abarca quinientos años de evolución, con numerosas referencias a su abordaje desde la plástica. Desde finales del Medioevo, las imágenes de extrema violencia sobre vírgenes y mártires, los episodios de la vida y muerte de Jesucristo, las estampas bélicas o los tormentos padecidos en el Purgatorio y el Infierno, eran objeto de representación mediante prácticas relacionadas con la mutilación, violación o disección del cuerpo.

Los grandes maestros no permanecieron ajenos a esta eclosión, aunque se trata de un conjunto iconográfico reducido y reiterativo que admite diversas lecturas. La obra plantea las tesis de quienes advierten una traslación al lienzo de las condiciones de vida del momento. Su presupuesto radica en las graves circunstancias de la época, marcadas por la barbarie y las artes punitivas, la opresión política y el temor milenarista o las múltiples calamidades que asolaron Europa. El escritor también se hace eco de aquellos que niegan la condición de reflejo social y político y apuesta por una función pedagógica del arte, su supeditación a la difusión de un estado ideal.

El historiador sugiere una interpretación a medio camino entre ambos postulados al asegurar que si bien el dolor forma parte de lo vivido, apunta cierta teatralización en la que interviene el rito, y que no parece ajena a la existencia de representaciones dramáticas en espacios religiosos. A ese respecto, cita 'El camino del Calvario' de Pieter Brueghel el Viejo y la presentación prácticamente litúrgica del sacrificio. También señala la relación entre la cultura y la respuesta corporal a la tortura y señala como ejemplo los rostros inalterados de los torturados, que parecen ajenos al padecimiento.

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Destrucción y control

El autor apuesta por la una función que no es representativa, sino que aspira a generar estados de ánimo, a espolear la acción y la experiencia colectivas. Así, la destrucción del sujeto se convierte en condición para la consecución del ideal. A su juicio, esta percepción tan ajena a la visión actual puede dificultar su comprensión por el espectador contemporáneo, provocar su rechazo o, quizás, alimentar una interpretación desde planteamientos tan ajenos a su origen como el deseo de conocimiento histórico.

El epígrafe dedicado a las batallas de la religión proporciona un ejemplo de esta finalidad. El 'Teatro de las crueldades de los heréticos de nuestro tiempo', publicado en 1587 por el católico inglés Richard Rowlands, se acompaña de una serie de grabados que incluyen escenas de tormento. La reiteración de la violencia, acompañada de una retórica apropiada, no pretendía documentar un hecho, sino apelar a la conmoción y, como revela Moscoso, obtener la comunión colectiva con la Reforma.

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La lectura de las fórmulas de representación siempre aparece ligada al componente religioso. Así, el martirio de vírgenes parece vinculada a la violencia sexual, aunque no existe un acicate erótico, sino moral. La destrucción de la carne se equipara con la deshonra y la recomposición del cuerpo ha de comprenderse desde el triunfo de la virtud.

En los retablos la hermosura permanece indemne a pesar de los castigos afligidos. No es posible la corrupción, no se menoscaba la belleza. La fealdad y la desfiguración solamente afecta a los torturadores. El sacrificado no evidencia el tormento. La confianza propicia su rostro imperturbable, la falta de miedo y la demostración de serenidad.

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La disección anatómica, de gran desarrollo en el siglo XVI, también guarda cierta conexión con la forma acuñada en las manifestaciones religiosas, por ejemplo, en la idealización dramática, aunque en esta vertiente, tal y como reconoce Moscoso, el dolor tan sólo se presiente. El autor destaca el modelo de representación instituido por el desollamiento del sátiro Marsias, plasmado en uno de los grandes lienzos de Tiziano.

Además, la obra plantea una comparación entre las imágenes medievales y las contemporáneas. Ambas gozan de una presencia central en nuestra cotidianidad y unas y otras comparten la sumisión a una determinada pauta. El dolor ha de someterse a ciertas convenciones y sus víctimas se ubican en un espacio indeterminado entre lo humano y lo divino, pero también en una posición ambigua equidistante de lo individual y lo universal.

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Cambios de concepción

La diferencia básica radica en la gestualidad que aporta el arte contemporáneo. Hoy, no se comprende el dolor sin la expresión física. Se trata de individuos, no de modelos ajenos al sufrimiento. En el siglo XV, cuando la sociedad convivía cotidiana y estrechamente con el padecimiento y la muerte, no se exhibía, sino que se asumía como elemento inevitable. En nuestro tiempo, el afligimiento tampoco escapa a los mecanismos de consumo, y se producen circunstancias nuevas relacionadas con esa humanización plástica, como la identificación empática, la potenciación del deseo de salvaguarda o, incluso, la erotización del crimen.

Curiosamente, la violencia extrema puede adolecer de falta de verosimilitud y Moscoso se refiere a la ingenuidad que destilan muchas de las representaciones actuales del horror. También a la gratuidad camuflada bajo las excusas de la denuncia, el ánimo lúbrico, el entretenimiento. En el primer periodo analizado, el dolor poseía un valor constructivo, constituía un paso intermedio, la herramienta para acceder a un estadio imaginario, mientras que hoy, la falta de esperanza que lo acompaña y su reiteración parecen remitirnos a las terribles señas de identidad de aquel Infierno en llamas que proclamaban lienzos y retablos del Renacimiento y Barroco.

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