MIRE EL PAJARITO
MANUEL MERINO
Jueves, 17 de noviembre 2011, 01:11
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Salía con el paquete y lo abría a toda prisa buscando reconocerme lo mejor posible en aquella fiesta de fin de curso, junto a Pozo y Rodri tras el partido en el Viejo Vivero donde no paró de llover y ganamos al Zaragoza en Copa del Rey o con mis amigos disfrazados en carnaval en la zona de Conquistadores. Aún estaban calientes y mi madre siempre me decía: «no le pongas los dedos encima». Luego llegaban a casa y corrían de mano en mano, huyendo de la liturgia que desvelaba por primera vez si los ojos habían salido rojos, si aparecíamos desenfocados, si se nos había ido la mano con el flash o simplemente el pulso nos había jugado ese día una mala pasada. Hablo de las fotos. Las de antes. Las que recogías cargado de ilusión en Vidarte, Paredes o Garrorena y descubrías recién enfilada la calle del Obispo. Todo eso quedó en el olvido. Las cámaras digitales echaron al traste la incertidumbre del momento robado como acuñó el semiólogo francés, Roland Barthes.
En una sociedad capitalista, de 'take away' y 'fast food', la fotografía de carrete acabó velada ante el alud de la tecnología. Me cuenta un amigo que la obsesión por inmortalizarlo todo impide a turistas y transeúntes contemplar una de las estampas más llamativas de la ciudad, la que se dibuja en la Plaza de la Soledad cuando bajamos por San Pedro de Alcántara, con la Giralda, la Ermita y el torreón del edificio que hace esquina con Luis Braille. Sus formas parecen jugar una partida de geometría imposible, caprichosa.
He visto a cientos de personas abrasar con el flash la Gioconda en el Louvre o a Nefertiti en el Museo Egipcio de Berlín. Parecía un marciano contemplándolas con las manos libres de electrónica. Hace poco Farruquito se quejaba de que no había palmas en el López por sujetar los dichosos móviles con cámara incluida y fueron muchos los que perdieron la oportunidad de abrazar con su mirada a los jugadores de la Roja en su último partido en Badajoz. Las redes sociales han venido a alimentar hasta la náusea la necesidad de encuadrar cada momento y subirlo a la 'net' más tarde. «Ésta no me gusta bórrala, en aquella salgo con ese abrigo tan hortera y en esta otra con el pelo en la cara».
En fin, que la memoria ilimitada ha puesto coto a la espontaneidad, eso sí, la cena con los amigos regada con demasiado vino aquella noche ha jugado a más de uno una mala pasada a cuenta de los dichosos móviles 3G, Facebook y Twiter. Es lo que tiene la inmediatez de lo digital, sobre todo cuando el exceso de alcohol afloja el yugo de la autocensura estética. Yo, si me lo permiten, seguiré contemplando mi Polaroid de los 70 que descansa sobre mi librería y añorando aquello de «mire al pajarito» aunque me cueste un ojo rojo o un rostro desenfocado. Sin trampa ni cartón. Fuera PhotoShop.
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