OPINIÓN

Recuerdos del viejo ferial

A los 16 años no comíamos, devorábamos. Si nos ponían un buey por delante le echábamos un poco de 'ketchup' y nos lo jalábamos preguntando que habría de postre

ENRIQUE FALCÓ

Domingo, 27 de junio 2010, 02:28

Publicidad

SE me acaba la feria de San Juan, de Badajoz, y apenas he pisado por unas horas el ferial. A pesar de la larguísima cola para acceder al recinto, la noche no estuvo mal del todo. Visité un par de casetas muy agradables, di una vuelta por las atracciones e incluso me tomé mi cariñena con un par de barquillos. Aún así, no disfruto ya como hace años, pues desde el traslado al nuevo ferial, acudir a la feria se me antoja aburrido y pesadísimo. Esta ya no es mi feria. Y no quiero volver a decir lo de «será que me estoy haciendo viejo», pero quizás sea así. No sé por qué, pero desde hace algunos años su magia se ha desvanecido sin ni siquiera despedirse con un lastimero «hasta siempre». Ya no es lo mismo que antes, cuando el ferial se encontraba sólo a dos pasos y no era una aventura ni una suerte de dificultades acercarse a dar una vuelta para empaparte del ambiente de las casetas y de los 'cacharritos', del olor a algodón dulce o de la entrañable locución de 'churrería Hermanos Pernía' que tanto me gustaba.

La sensación de la llegada del verano en mi rostro, o la ilusión de lo que significaba el final de las odiadas clases, ya no acusan presencia en mi ánimo. Tampoco necesito ya impresionar a mi novia ganando para ella todos aquellos peluches en las casetas de tiro; a mano o con carabina. Por cierto, los feriantes cada día venden más cara su piel, pues los aros de las canastas son ya tan pequeños, y las pelotas tan grandes, que ni empujando a presión logras llevarte un maldito muñeco. A mí se me daban muy bien las de balonmano. Tenías que marcar tres goles, lo que no era ningún problema, pues el portero no se movía especialmente deprisa, pero el truco consistía en que se quedaran los balones dentro de la portería, porque si éstos se salían, el feriante te decía con todo el morro del mundo que el gol no era válido. Yo siempre calculaba el momento de tirar para que la pelota entrara y que en vez de salir rebotara en la espalda del portero, con lo que el balón se quedaba dentro para desgracia del feriante, que ya me conocía y me odiaba un poco más cada vez que asomaba el careto por su atracción.

De los 'cacharritos' poco puedo contarles, pues creo que la última vez que me monté en alguno tendría 16 o 17 años. Recuerdo con nostalgia 'El tapiz', 'El barco pirata' o especialmente 'La Cacerola'. Estoy convencido de que si hoy entrara en ella, tendrían que conducirme sin pérdida de tiempo al hospital. Había que ser un gran deportista para resistir en aquella cazuela, y mi menda lerenda lo era. No sería hasta muchos años después cuando mis lorzas y michelines se extendieran a la conquista por oriente y occidente. Me acuerdo que muchas niñas de la época se resistían a montarse en esa atracción porque decían que los niños aprovechábamos para sobarlas y tocarles el culo. No digo que no fuera verdad, pero que quieren que les diga, bastante era mantenerte en pie como para pensar en otra cosa. Te dabas unos golpes realmente terribles, y montones de llaves, monedas y demás pequeños objetos rodaban junto a los que nos sujetábamos con fuerza donde podíamos.

La decisión de dejar de montarme en atracciones a tan temprana edad se debió principalmente a que el hecho de acudir a la feria tras la celebración del esperadísimo botellón no aconsejaba especialmente someterte a esta clase de movimientos. Mis propias gafas, o mejor dicho, mis propias retinas (aún era demasiado presumido para ponerme las lupas cuando salía de marcha) han presenciado vomitonas ilustres de amigos, compañeros y conocidos, que tras alguna 'copichuela' de más, decidieron que podía ser muy divertido ponerte a dar vueltas como un loco en el 'Enterprise'.

Publicidad

Ya sé que el antiguo ferial se quedó pequeño, que incluso no contaba con las medidas de seguridad suficientes para seguir celebrando la Feria de San Juan y acoger a tantas personas, pero yo lo adoraba. A mis amigos y a un servidor nos encantaba volver dando un paseo cuando ya no nos sostenían las piernas.

A los 16 años no comíamos, devorábamos. Si nos ponían un buey por delante le echábamos un poco de 'ketchup' y nos lo jalábamos preguntando que habría de postre. Una noche de San Juan, tras haberlo gozado de lo lindo y volver dando un paseo, mientras contábamos batallitas, paramos en una churrería de Valdepasillas que acababa de abrir. Éramos cuatro y teníamos claro que íbamos a pedir cuatro chocolates. «¿Cuántos churros vas a querer tu Enrique?», me preguntó Javi. «No sé..., ¿unos diez?» A todos les pareció bien. «Yo también diez... o doce». Cuando nos tocó el turno el churrero nos preguntó «¿qué queréis?». «Pónganos, si es tan amable, cuatro chocolates y sesenta churros». Nuestro voraz apetito nos recomendó pedir alguno más de la cuenta, por aquello de que es mejor que sobre que no que falte. «¿Sesenta churros?» exclamaron el churrero y toda la cola al unísono. «Si», contestó mi amigo Javi con toda naturalidad y fingiendo algo de desgana. «Es que no estamos muy churreros hoy».

Publicidad

Y era cierto, no lo estábamos. ¡Sobraron dos!

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Primer mes sólo 1€

Publicidad