Camino a Ítaca

¿Hasta dónde llega la pureza? Es para un amigo de Nazaret

Troy Nahumko

Viernes, 13 de junio 2025, 22:13

Lo que más recuerdo era la uniformidad –una uniformidad abrumadora, cósmica– de esas que te recorren la espalda y te hacen preguntarte si no habrían ... añadido sedantes al agua.

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Era como haberme colado en una convención secreta de los Hijos e Hijas de la Clase Media, donde la invitación especificaba un único mandamiento estético: lucir respetable, pero no interesante. Una ciudad de reyes, artistas y algún que otro revolucionario –y sin embargo, el espíritu de Ralph Lauren había dado un golpe de Estado silencioso–. La playa más cercana estaba a unos 360 kilómetros, en Valencia, pero había náuticos hasta donde alcanzaba la vista.

Jamás había visto a tantos jóvenes vestir con semejante solemne compromiso hacia una estética tan tibia. Era como el día de la foto escolar –pero sin fotógrafo ni profesor pidiendo sonrisas–. Las chicas, al menos, ofrecían algo más de variedad. Pero los chicos parecían haber firmado un pacto de sangre con el catálogo de un sastre. Camisas en todos los matices más emocionantes de pasteles, combinadas con vaqueros planchados con una raya capaz de cortar jamón.

Y aquí viene lo mejor: no tenían la expresión de los niños obligados a ponerse corbata por madres nerviosas. No, este era su plumaje natural. Impecables, planchados, perfectamente anodinos, por voluntad propia. Alguien –madre o criada– se encargaba de la plancha, y ellos lo aceptaban como el orden natural de las cosas.

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Eran los noventa, pero había rincones de Madrid que parecían embalsamados, congelados en una Polaroid familiar de alguna década soleada y perezosa que se resistía a morir.

Y entonces, pasó algo. Se quedó una puerta entreabierta, y el aroma de la paella y una sanidad escandalosamente buena empezó a colarse por la brisa. El secreto se había descubierto.

España no era solo un gran destino de vacaciones; era un lugar jodidamente bueno para vivir. La calidad de vida aquí hacía que Birmingham, Boston y Buenos Aires parecieran centros de rehabilitación soviéticos. Uno a uno, los billetes de vuelta fueron quedándose sin usar, y el mundo empezó a instalarse, unos por una temporada, otros para toda la vida, convencidos de haber encontrado la tierra prometida del vino y buen clima.

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De repente, las calles se llenaron de nuevos colores –saris rozando pantalones de yoga, brazos tatuados estirándose para coger tortillas–. Restaurantes de sushi surgieron junto a los viejos mesones y bares de tapas. El aguacate se metió en la cama con el jamón y el tomate en tostada, y a nadie pareció importarle.

Y aunque la inmensa mayoría disfruta encantada de poder comer cocido a mediodía y arepas por la noche, parece que para la extrema derecha eso ya es demasiado. Por todo el país han propuesto leyes que instan a los gobiernos a «proteger» las tradiciones del pueblo español frente al avance de costumbres ajenas.

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Nada de tributos a Dire Straits, nada de conciertos de los Rolling Stones. Solo jotas, las 24/7. ¿Esa hamburguesa que te apetecía? Lo siento, resérvala para tu próximo viaje a Kansas City. Adiós zumo de naranja. Adiós paella –ambas traídas por infieles.

La única pregunta es: ¿hasta dónde quieren retroceder estos trogloditas atávicos? ¿Hasta Jesús?

Espera, que a él también lo trajeron de fuera.

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