Romance del conde Arnaldos. A veces, uno recuerda lo que fue antiguamente. Profesor de Literatura para los muchachos de bachillerato. Tal vez sea esa una ... de las mejores circunstancias de la vida pasada. Tuvimos la inmensa suerte de hablar con los alumnos de tantas obras maravillosas que nunca acabaríamos de recordarlas una por una. Pero como está cerca la fecha, mira por donde, nos vino el recuerdo de aquel romance que tantas veces comentamos en clase. ¿Quién fue el conde Arnaldos? ¿Fue Arnau de Vilanova? ¿Qué pasó aquella mañana a la orilla del mar? Mañanita de San Juan. ¿Por qué esa fecha? ¿Qué pasa en el solsticio? ¿Hay por ahí alguna rareza? ¿Aún creemos en esoterismos, apariciones e irregularidades de la existencia? Demasiado tarde para todo eso. El autor del romance escribió lo que escribió, pero ¿por qué? ¿Qué sabía él de ese marinero que viene diciendo una extraña canción, que no se la quiere decir al conde Arnaldos? Es el solsticio, está visto. Vamos a tener que creer las cosas que decía Fernando Sánchez Dragó, aquellas pamplinas de Gárgoris y Habidis; y si no al tanto. La vida racional no nos da paz ni sosiego. Por ende recurrimos a las fantasías de unos y otros. ¿Serían las hogueras de la niñez? Nos agarramos a un clavo ardiendo. Es tan desagradable y zafia la realidad social que buscamos, continuamente, asideros que nos salven de este naufragio. Por ejemplo, la literatura. Y a la vez se producen dos emociones de distinto signo. Una, el delicioso reencuentro con aquellas palabras bellísimas que emplearon los poetas y narradores; y otra, la constatación de que cualquiera tiempo pasado fue mejor. Ya no volveremos a disfrutar con el descubrimiento de tanta belleza escrita. Ahora leemos el romance del conde Arnaldos, pero ya no es como cuando, antaño, lo comentábamos en clase con los alumnos. Ahora nos embebe la poesía de Huidobro, o de Vallejo, o de Lezama; pero ya no es como cuando los descubrimos en aquellos inviernos fríos de Salamanca. En fin, para qué penas… El verano asoma su rubicundo semblante en el horizonte. Preparemos nuestra santa paciencia para aguantar esos chajuanes inclementes; esas jornadas en las que caminar al sol es suplicio tantálico; y esas noches de flama y quietud que nos traen sueños precipitados. Por lo menos el conde Arnaldos se quedaría sin saber la canción del marinero, pero la brisa marina aliviaría su angustia. A nosotros el suave céfiro, que llegaba de Portugal antiguamente, se nos negará ahora en el ardiente asfalto derretido de la urbe en que moramos. Muramos de nuevo en paz. Alea jacta est. Y cuidado con lo que decimos, y menos escribimos, que por lo visto se anuncia persecución para los díscolos. Las velas trae de plata, las jarcias de oro torzal. Yo no digo mi canción sino a quien conmigo va. ¿Qué misterio hay en la noche de San Juan? ¿Por qué crece tanta mala hierba en el solar patrio? La ministra de la cosa quiere prohibir la caza. Tendrá que detener al conde Arnaldos porque lleva toda la eternidad saliendo a cazar… ¡Pero qué país!
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