Por la ley del péndulo, las democracias occidentales se inclinan hacia la extrema derecha. Las elecciones francesas, suecas e italianas lo confirman. Si la Gran ... Recesión impulsó el populismo de izquierdas, la crisis derivada de la pandemia de covid y agravada por la guerra de Ucrania ha dado alas al de derechas. Si el primero canalizaba el descontento social contra la casta política y económica, el segundo lo hace contra los inmigrantes y propaga teorías conspiranoicas como la del 'gran reemplazo'. Según esta, popularizada por el escritor francés Renaud Camus, existe un complot de élites liberales para sustituir a las poblaciones blancas de origen cristiano-europeo por pueblos no europeos, especialmente musulmanes, alentando la inmigración masiva. Ocurrencias supremacistas como esta han contribuido a convertir el derecho a emigrar –reconocido por el artículo 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU– en un delito o, cuando menos, en un derecho censitario, limitado a quien tiene dinero.
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Sin embargo, lo que debería ser delito son las causas que obligan a la gente a emigrar, de las que son responsables en buena parte los europeos blancos al imponer un capitalismo depredador de recursos en regiones origen de la inmigración y al apoyar en ellas a sátrapas o cleptócratas por interés. Europeos blancos que, a través de la colonización, 'reemplazaron' a pueblos indígenas de América, Oceanía y África.
Pero, como al biólogo Lluís Quintana-Murci, «me hace gracia cuando los supremacistas blancos piensan que los europeos, o las personas de origen europeo, somos un pueblo 'puro'». Somos, explica este profesor del Instituto Pasteur (El País, 2 de septiembre), una mezcla, al menos, de cuatro tipos de población: los primeros humanos paleolíticos que llegaron a Europa de África hace unos 50.000 años; los que llegaron de Oriente Medio hace 10.000 años y trajeron la agricultura; los que llegaron del este hace 4.000 años y trajeron las lenguas indoeuropeas que hablamos hoy; y cuatro, el 2% que tenemos todos los europeos, en nuestro genoma, de origen neandertal.
Esa diversidad genética hace a los humanos tan adaptables, porque, incide Quintana-Murci, dentro de ella «puede haber mutaciones que nos ayuden a soportar mejor el frío, la humedad de las selvas ecuatoriales, a vivir mejor en altura…». Por tanto, a «menos diversidad genética, más peligro de extinción». Pero además somos cultura, matiza el autor de 'Humanos', y sin diversidad genética ni cultural, hay aislamiento y empieza el odio, el miedo a la diferencia.
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En esta línea, el psiquiatra Joseba Achotegui defiende que la diversidad genética y cultural garantiza la supervivencia de la especie. De ahí que los más adaptados deban ayudar a los menos. Según su tesis, las personas que consideramos 'raras' o enfermas mentales nos ayudan a evolucionar al portar genes que fueron valiosos en otras circunstancias y forman el acervo genético que permite a la humanidad adaptarse a los cambios del medio. Por ejemplo, los genes del anoréxico en épocas de escasez salvaron a los débiles poniendo sus calorías a su disposición. Por ende, «si, como quería Hitler, todos fuéramos una única 'raza pura', pereceríamos», advierte este profesor de la Universidad de Barcelona (La Vanguardia, 27 de septiembre) que en 2002 describió el síndrome del inmigrante con estrés crónico y múltiple o síndrome de Ulises. Y recuerda este aforismo del clarividente Nietzsche: «La locura individual es cosa rara, pero en grupos, partidos y naciones es la norma».
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