Tras ganar el Nobel de Literatura en 1957, Albert Camus escribió una carta de agradecimiento a su maestro de primaria, Louis Germain. En ella, confiesa ... que, cuando conoció la noticia del premio, pensó primero en su madre y después en su viejo profesor.
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«Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido», expresa el escritor franco-argelino en dicha misiva.
En su respuesta epistolar a «su pequeño Camus», Germain da la clave del buen maestro: «El pedagogo que quiere desempeñar concienzudamente su oficio no descuida ninguna ocasión para conocer a sus alumnos, sus hijos, y estas se presentan constantemente». Y añade: «Creo haber respetado, durante toda mi carrera, lo más sagrado que hay en el niño: el derecho a buscar su verdad». Es decir, el buen maestro no es el que enseña a sus alumnos las respuestas, sino a buscarlas; no es el que muestra la meta, sino el camino.
Quien más, quien menos ha tenido en su infancia a su particular Germain, uno de esos maestros de escuela que conocen la lengua de las mariposas y el catón de la vida y dejan una huella indeleble en sus discípulos, uno de esos héroes discretos para quienes su mayor éxito es ver cómo sus pupilos alcanzan el éxito, pero el verdadero, el ser felices, no el tener felicidad, como primaba el capitalismo tradicional, ni el parecer felices, como prima el actual capitalismo de vigilancia, el que envenena nuestros sueños en las redes sociales.
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Mi Germain es José María Otero, homenajeado merecidamente en las Candelas de la Margen Derecha de Badajoz el sábado 28 de enero. Homenaje al que lamenté no poder asistir por encontrarme fuera de la ciudad ese fin de semana. A sus 90 años, don José María sigue tan lúcido como siempre y mantiene la voz, el porte y el espíritu quijotescos de sus años como director del colegio pacense Juan Vázquez, donde cursé la educación infantil y primaria. Si algo me enorgullece como periodista es saber que aún me recuerda como alumno y lee mis artículos, como me dejó patente hace unos años cuando me lo crucé en la calle. «¡Zurdo!», me llamó, y, con independencia de que unas veces estuviera de acuerdo o en desacuerdo con mis opiniones –¡faltaría más!–, elogió mi escritura pero, sobre todo, mis muchas lecturas. Y de eso tiene mucha culpa él, porque, como mi profesor de Lengua y Literatura en sexto, séptimo y octavo de EGB, me despertó y avivó el amor por los libros. Es más, puso la semilla de mi vocación profesional al dirigir la revista sobre educación vial en la que hice mis pinitos como periodista. Con aquella publicación ganamos el concurso escolar organizado por la DGT tanto a nivel provincial como regional. Recibimos como premios una bici BH y un ordenador Spectrum de 128k. No obstante, el premio gordo fue tenerlo como maestro en aquellos años en los que aún no sabía que quería ser de mayor, pero en los que él me ayudó a hacerme mayor y buscar mi verdad. Mil gracias, don José María, sin usted no hubiese sucedido nada de esto.
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