El pasado 5 de agosto se cumplieron 60 años de la muerte de Marilyn Monroe. Fue entonces, leyendo muchas de las cosas que se publicaron, ... cuando decidí que escribiría esta columna. Quiera la casualidad que, además, se acaba de estrenar 'Blonde', una película basada en la novela que la escritora Joyce Carol Oates escribió sobre ella. La polémica esta servida, mientras unos ensalzan la interpretación de la actriz Ana de Armas en su papel de Marilyn, otros la critican; mientras se tacha de misógina a la película hay quien resalta el acertado reflejo que en ella hay de la complejidad del personaje. También se habla de su dureza. Yo, como no la he visto, no puedo opinar. Tampoco lo necesito, lo que quiero contar en este espacio no requiere de ficciones.
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Les confieso mi devoción por Marilyn e imagino que a estas alturas, y si han leído algunas de mis columnas anteriores, estarán pensado que las utilizo como un confesionario o como el diván de un psicoanalista. No andan desencaminados pero deben saber que también las escribo como una manera de vindicación. Es el caso.
Corría el año 1953, Marilyn tenía 27 años y ya era una estrella cuando publicó un artículo titulado 'Los lobos que he conocido' denunciando el acoso sexual que había vivido. Se trata de un texto de redacción sencilla en el que va contando situaciones vividas y aunque no dio nombres podemos sospechar que puso cara a lo que era un secreto a voces en la industria del cine. La reacción no se hizo esperar y tuvo como respuesta duros ataques en forma de rumores sobre su vida sexual. Nada nuevo bajo el sol, la esencia de la doble moral es la violencia contra las mujeres ejercida a través de la valoración sobre su sexualidad, real o inventada. Qué más da, se trata de agredir y se llama patriarcado. Sin su autorización volvieron a salir a la luz algunos de los desnudos que había hecho en sus inicios para pagarse el alquiler. La rubia tonta se había rebelado y había que parar aquello.
Marilyn aguantó bien. No eran tiempos del #MeToo sin embargo cuentan que mostró su empatía y solidaridad con otras actrices jóvenes. Joan Collins, recién llegada a Estados Unidos, recuerda cómo le advirtió «Cuidado con los lobos en Hollywood, cariño... si no consiguen lo que quieren, abandonarán tu contrato».
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La Marilyn que disfrutamos en el cine y que recordamos está muy lejos de la persona que luchó por hacerse respetar y que montó su propia productora para poder ser dueña de su propia vida y protagonizar los papeles que quería, alejados del arquetipo de rubia tonta y sensual. La Marilyn que no conocemos peleó constantemente por mejorar sus condiciones laborales y quiso estudiar. La enorme colección de fotos en las que aparece leyendo a Faulkner o a Joyce no fueron producto del marketing, los periodistas que entraron en su casa cuando murió se sorprendieron al encontrar en ella una biblioteca de más de 400 volúmenes de la mejor literatura y arte. La Marilyn que no conocemos era, como dijo su amiga Ella Fitzgerald, «una mujer inusual, un poco adelantada a su tiempo y no lo sabía». Nosotros tampoco, pero ya podemos decir que fue, en cierto modo, una pionera del #MeToo.
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