Imane vivía en el número 55 de la calle Ramón y Cajal, en el segundo piso, puerta B, en Valencia de Alcántara, pero ni en ... su buzón podía leerse su nombre ni tampoco lo conocían sus vecinos, que lo que más destacaban de la joven era los turbantes de colores con los que cubría su cabello. Pero el nombre no.
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Resulta paradójico que en estos tiempos en los que todos somos nuestra marca personal, cuando algunos padres se pelean por la justicia para poder poner a sus hijos el nombre que desean aunque sea difícil de pronunciar o directamente feo, haya personas que pierdan la vida así, de forma anónima.
Eso le pasó a ella, a la última víctima por violencia de género en España, que vivía en Extremadura. La panadera que atendía a Imane Saadaoui decía el martes, poco después de los hechos, que vivir de cerca uno de estos casos le hacía pensar en lo real que es la violencia machista, esos 15 segundos en el Telediario que percibimos como un conteo, como una dolorosa estadística. Y que a veces no procesamos porque son como datos deshilvanados, porque tiene ese toque de irrealidad de lo que sabemos que pasa pero que no comprendemos del todo bien. Para la panadera era la chica de los pañuelos en la cabeza, la chica guapa que iba con su niño en el carrito, y a veces con su marido, pero no Imane, porque nunca había pronunciado su nombre, porque nunca le había podido decir nada más que «aquí tienes tu pan» o algo parecido.
Imane tenía nombre, aunque pocos en Valencia de Alcántara lo conocieran. Significa, si hacemos caso a Google, fe, creencia, tiene origen suajili y lo suelen llevar mujeres procedentes de Arabia Saudí o Francia. Ella era marroquí. Por este lado del mundo no es demasiado común llamarse así y en realidad, si me fío de la web que he mirado, solamente lo llevan en el mundo 19.500 personas, un porcentaje ínfimo. Era exótico, claro, pero fácil de pronunciar. A la segunda vez te sale del tirón.
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El martes por la noche en la plaza de la Constitución de Valencia de Alcántara el Ayuntamiento estaba iluminado de morado, había velas y muchas mujeres, sobre todo mujeres, que lloraban la muerte de la joven de 30 años, acuchillada por su pareja. Se dijeron palabras bonitas pero no su nombre, porque el sistema, un sistema que a veces no puede proteger del todo a una mujer víctima de violencia de género blinda la identidad, esos datos personales encerrados en un expediente que recoge todos los detalles de su historia, de su desgracia.
En ese acto de repulsa contra el asesinato de Imane no sonó su nombre porque la ley, dicen, no lo permitía, o no lo permitió en ese momento. Porque faltaban trámites, porque no se había informado a su familia, porque hay menores, sus hijos, con derecho a la intimidad, se argumenta. Menores que crecerán sin madre pero que evocarán su nombre, seguro, y anhelarán sus brazos. En aquel acto de repulsa del ese 1 de noviembre infausto Imane pasó a ser la «vecina», la «mujer», la víctima número 36 de este año 2022 y la 1.166 desde que ha contabilidad del reguero de muertas. Un número, un silencio, tres sílabas engullidas por la burocracia ciega, por herméticos protocolos que no impidieron que Imane lograra una libertad que ya había tocado con los dedos.
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