No sé si les he contado que me ha dado por pintar. Y como mis habilidades picassianas están a la altura de las futbolísticas, he ... tenido que recurrir a uno de esos lienzos por números que venden en Amazon en la sección 'Si quieres, puedes', al lado de los libros de autoayuda. Así que, ¡ahí me ven! Con las gafas de muy cerca y atento a recordar el orden de los números que aprendí en la enseñanza obligatoria. Y aunque Patrimonio Nacional todavía no se ha interesado por mi obra, les confieso que he tenido que bloquear el número de mi amiga Tita que ha entrevisto mi potencial y no para de insistirme en que le envíe los cuadros al museo Thyssen. ¡Ella sabrá!
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Contaba Tamara Falcó la semana pasada, en El Hormiguero, que está estresada y desea tener paz mental en su vida. Por eso ha contratado a una organizadora de armarios para que le alivie la tensión de ver su ropa –y la de su marido– sin orden ni concierto. Aunque como los calzoncillos de Íñigo ya han estado en esa situación previamente, tampoco encuentro yo tanto problema. El caso es que una de las hormigas –no me pregunten cuál porque, en cuanto aparecen, saco el Raid y dejo el televisor niquelado–, le sugirió que lo hiciera por colores. Y, al instante, ¡entré en pánico! Y es que lo del arco iris es un atragantamiento para cualquiera. Y ni les cuento si vives en Puerta de Hierro. Porque, como diría el Papa Francisco, el mariconeo va por barrios –¿o eran seminarios?– y, seguro, allí las banderas del Día del Orgullo –que le ayudarían mucho en esto de los colores– no habrán llegado.
El caso es que, en este asunto, el caos de Tamara es el mío…, aunque sin los calzoncillos de Íñigo de por medio –claro–. Cuando, de pequeño, a los de Plastidecor les dio por ampliar el número de lápices de seis a doce en cada caja, yo también perdí la paz: los huevines infantiles se me subieron en formato adulto a la tráquea, el aire dejó de circular y, como no sabía qué hacer, me encerré cuarenta y ocho horas seguidas en el armario..., pero de la despensa –porque tampoco se trataba de pasar hambre–. Allí dentro, sin tanto color nuevo a la vista, el mundo parecía más amable y, sobre todo, más seguro. Y como, además, no faltaban las provisiones, por más que mis padres insistían en que saliera, finalmente tuvieron que venir los del Seprona a sacarme. Los tipos no me encontraron más sereno, pero sí… ¡más gordo! ¡Cómo no!
Hace unos días, en el diario El Mundo, Javier Calvo –no de los famosos Javis– reconocía que, por culpa de las burlas que recibió en clase debido a su homosexualidad, vivirá siempre dañado. «Ese dolor» –decía él– «y esa vergüenza se hizo en el momento en que más débil eres: de pequeño». Supongo que, a aquel compañero que le daba los buenos días con un «Calvo, maricón», le resultaba más fácil insultarle que comprenderle. Quizá porque, en la comprensión, siempre hay una aceptación de que tú también podrías ser ese que está enfrente. Y aceptar algunas cosas, a veces, escuece.
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¡Por colores, Tamara, por colores! No es tan difícil. Y, si no…, ¡por números!
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