Por el imperio hacia Dios
Tribuna ·
Se nos perdió América entre tantas cosas porque a lo largo del imperio los monarcas y estamentos privilegiados sacrificaron la realidad a la ideología, y el pueblo llano siempre apencando con las cargas y la sangreJunín y Ayacucho, las batallas de agosto y diciembre hace doscientos años en Perú, pusieron fin a la mayor parte del imperio español en América. ... Aquel estrago –hoy como entonces– no está mereciendo las serenas reflexiones históricas al margen por completo del casual episodio de la presidenta electa de México Claudia Sheinbaum y la no invitación a Felipe VI en su toma de posesión. En las dos centurias que en este otoño están pasando, no se trata de conmemorar nada, pero sí de meditar sobre un capítulo clave de nuestra historia imperial que en aquel 1824 se ahogó entre las barbaridades del último monarca español felón y absolutista. Contrasta y mucho aquel silencio por la pérdida de tanto imperio y el estruendo y la compunción por el remate final de lo que se llama «el desastre de 1898». Y eso que en verdad no había nada inevitable en las derrotas españolas de Cavite y Santiago desde aquel simbólico 9 de diciembre en la Pampa de Ayacucho.
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En el primer cuarto del siglo XIX no era nada nacional aquel imperio que se estaba perdiendo. Un país enfrentado entre los ecos del «¡vivan las caenas!» y las Cortes de Cádiz, no podía ver con entusiasmo unas guerras en el nuevo mundo para gloria de un monarca con «poder arbitrario y absoluto». Lo dijo Rafael del Riego en su famoso pronunciamiento de 1820 en Cabezas de San Juan. España estaba continuando en la Edad Contemporánea su secular vocación de estar o bien en guerra consigo misma o estar regenerándose. Porque las guerras en América fueron una ingente guerra civil con el nacionalismo de fondo. Y el nacionalismo entonces era una causa ilustrada en el mismo bando nefasto para Fernando VII que las constituciones, la división de poderes y los derechos ciudadanos. El nacionalismo era el gran ariete contra el imperio y el monarca que con su conducta prolongaba la ideología de la monarquía católica de los Austrias y sus conquistas evangelizadoras. Allende los mares, la espada si era precisa, y aquí la Inquisición vigilando y diezmando a todo aquel que no fuera cristiano viejo y limpio de sangre. De estas justificaciones religiosas ¿es de lo que tendría que disculparse Felipe VI –rey constitucional de otra dinastía y de otra planta de Estado– ante México, un país que empezó a existir en 1821? Como decía Benedetto Croce: «Toda historia es historia contemporánea». Hace doscientos años ahora aquel propósito de uniformidad religiosa nacional también derivó hacia el imperio ideológico: la Ilustración era la deleznable Revolución y también los afrancesados a los que había que perseguir e incluso ahorcar como al desgraciado Rafael del Riego.
Por los otros tiempos del «desastre del 98» el nacionalismo ya había virado hacia influencias autoritarias y antidemocráticas tal como lo proclamaba el francés Charles Maurras. De aquí cobró fuerza el disparate ideológico de creer que el viejo imperialismo medievalizante para expandir el cristianismo era superior al que se justificaba en la ciencia que era el que llevaban a cabo por entonces los europeos en África. Justificábamos nuestro atraso científico y nos daba por las memeces de pontificar aquello de «¡que inventen ellos! «.
De aquel paroxismo del «desastre», de aquel llanto a lo Boabdil por el imperio ya hecho naciones, se instituyó la fiesta de la Hispanidad el 12 de octubre de 1892, y que pasó a ser la fiesta de la Raza en 1914 hasta tiempos del franquismo.
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Se nos perdió América entre tantas cosas porque a lo largo del imperio los monarcas y estamentos privilegiados sacrificaron la realidad a la ideología, y el pueblo llano siempre apencando con las cargas y la sangre. No puede extrañarnos su desinterés por la caída del imperio. Una abulia que cuando llegó el «desastre del 98» ya se interpretaba como síntoma de degeneración de la raza. Tocaba, pues, regenerar España.
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