Llevo despierto desde las seis de la madrugada. Tuve una pesadilla que me desveló. Soñé que tenía que volver al aula. Sudaba en la cama ... mientras me veía frente a un grupo de adolescentes que me vacilaban y me amenazaban con denuncias. Me desperté angustiado, volví a dormirme y fue peor. Me llegaban mensajes de los grupos de WhatsApp de padres que criticaban cada decisión en el aula, en las redes aparecían fotos mías fuera de mí, estaban hechas en clase y en el patio del instituto, donde se me veía todo el tiempo en guardia para evitar acosos, insultos, desprecios…
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A las seis, me he puesto a escribir esta columna basada en una pesadilla real, no es un recurso literario. Recordando, he reparado en lo que me cuenta mi cuñada, profesora de inglés, que tiene alumnas que la han amenazado de muerte. Es una amenaza poco seria por recurrente. Mi cuñada no se inmuta y desarma a sus alumnas animándolas: «A ver cuándo me matáis de una vez, porque mira que sois indecisas». Lo llamativo del caso es la amenaza. ¿A qué punto hemos llegado para que los alumnos amenacen de muerte a los profesores y estos prefieran responder con ironías en vez de con expedientes?
Los últimos 14 años de mi vida profesional, tuve alumnos mayores en enseñanzas especiales y no conocí la presión de las redes ni la burocracia desasosegante. No sentí angustia y prolongué mi carrera laboral, pero por primera vez sé de enseñantes que buscan otro trabajo a pesar de la seguridad del funcionario, el sueldo seguro y las criticadas vacaciones. El suicidio de una alumna es la punta del iceberg. Debajo hay una sociedad descompuesta que acecha al docente desprevenido, al alumno débil, a usted y a mí. Una pesadilla.
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