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Gaspar Meana

Los peligros de la democracia de rechazo

Cruzando lindes ·

La política de la desconfianza, del control permanente y hasta del vilipendio continuo entre los gobernantes parece haber sustituido a la política de las ideas, a la política de los proyectos

Gabriel Moreno González

Viernes, 8 de diciembre 2023, 08:12

Diderot, en su famoso capítulo de la Enciclopedia sobre la corrupción, nos traslada con sus aforismos didácticos una máxima que, desde los griegos, se ha ... mantenido en la filosofía política: «Siempre me ha parecido más difícil hacer respetar rigurosamente las leyes buenas que eliminar las malas».

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El pensamiento ilustrado, heredero de una larga tradición europea de estudio del fenómeno político, era consciente de la mayor facilidad que siempre rodea a la creación de sentimientos de rechazo a lo negativo frente a los impulsos de acciones de construcción o mantenimiento de lo positivo. Las mayorías reactivas, aquellas que se forman principalmente en torno a la oposición de algo previamente establecido, son indiferentes a la pluralidad de nuestras sociedades complejas, por cuanto no necesitan siquiera de una coherencia mínima ideológica o de sentido político para vertebrar el rechazo social que destilan determinados presupuestos. Las mayorías sociales de acción, en cambio, son mucho más difíciles de construir, pues tienen como precondiciones básicas la existencia misma de un acuerdo positivo y deliberado sobre el que la heterogeneidad social ha de manifestarse más allá de la pura reacción. El rechazo se convierte, así, en el elemento más simple de agregar en la lógica electoral.

De aquí la tendencia en los últimos años (y décadas) de la dinámica electoral a su simplificación en la combinación periódica de la elección-sanción. En la actualidad la legitimidad (electoral-representativa) parece verse restringida a la mera designación de una persona, vinculada al rechazo al otro candidato y a la reputación o la calidad de los perfiles (el repetido mantra de «el gobierno de los mejores»), elementos que sustituyen como criterios de elección a los programas de gobierno y a las propuestas de mejora o reforma. Como afirma Pierre Rosanvallon, «los gobernantes ya no son aquellos en quienes se deposita la confianza de los electores, sino sólo aquellos que se han beneficiado mecánicamente con la desconfianza de la que se hace objeto a sus competidores o a sus predecesores». La confrontación de programas políticos, de construcción concreta del futuro, queda relegada a un segundo plano.

Al no ser ya la perspectiva de un gran cambio o de una gran transformación la que mueve al ciudadano-elector, la política de la desconfianza, del control permanente y hasta del vilipendio continuo entre los gobernantes, parecen haber sustituido a la política de las ideas, a la política de los proyectos, limitando estas hasta el mínimo dentro de una esfera restringida por los gruesos límites de lo hegemónico.

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Resumo aquí, pues, una de las causas principales del actual clima de crispación y polarización en el occidente democrático y, particularmente, en esta España nuestra. No solo son las redes sociales, el abandono de la cultura del diálogo por la creciente digitalización o las técnicas del marketing político. Detrás del fenómeno de intolerancias mutuas y crecientes que estamos viviendo subyace, está presente, la pérdida de sentido de la democracia como ventana abierta a diferentes futuros y proyectos; está el olvido de la esencia y valor de la propia democracia.

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