«¿Cuántos son los políticos que se han sentado en esta silla?», metáfora de la corrupción, preguntó el actor. «¡Todos!», respondió alguien del público ante ... las risas generalizadas. Esta fue una de las escenas a las que asistimos hace unos días en el Festival de Teatro Clásico de Cáceres. La obra, en teoría homenaje, reivindicación o representación de Maquiavelo y su ideario, daba así espacio a la antipolítica más pueril del «todos son iguales», del mensaje vacío y bravucón contra quienes nos gobiernan. Una narrativa mentirosa, injusta y peligrosa, pues pone en entredicho los fundamentos mismos de nuestra democracia y da pábulo a los proyectos autoritarios que ya pululan por la meseta hispana y el terruño europeo.
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Cualquiera que tenga contacto con lo público en sus diversos niveles y una mirada honesta podrá constatar que son miles, miles, los políticos que honradamente dedican su tiempo, sus esfuerzos y energías a lo colectivo y el bien común. Concejales y alcaldes en pueblos pequeños y medianos que, sin sueldo, o con retribuciones escuálidas, destinan una parte nada despreciable de sus vidas a la comunidad a la que pertenecen y cuidan. Concejales y alcaldes de ciudades pequeñas, medianas y grandes que lo son 24 horas, sometidos siempre a la presión de una ciudadanía cada vez más impaciente, de una burocracia cada día más voraz y de unos medios que, en muchas ocasiones, no respetan el más mínimo parámetro ético y de veracidad. Consejeros, ministros y presidentes que, por salarios que podrían disfrutar en muchos trabajos más sencillos, desempeñan una responsabilidad enorme bajo la crítica furibunda, constante y sin límites de sus contrincantes, de la sociedad civil y de los periódicos, televisiones y periodistas que parecen disfrutar de cualquier carnaza, real o inventada, con la que saciar a su público. A un público que, como aquel asistente al teatro, a la primera de cambio y desde la barra de bar proclama el «todos son iguales», o «todos son ladrones», sin saber qué es un procedimiento administrativo o en qué consiste mínimamente la contratación pública.
¿Hay políticos deshonestos? Sí, y la justicia da cuenta de ello cada cierto tiempo. ¿Los son todos? No, por supuesto. Es más, la mayoría se dedican a una carga (que de ahí viene lo de «cargo») enorme, de muy mala retribución y de cada vez menos prestigio social. Dignificar la política, es decir, el ejercicio de la responsabilidad de gobernar en democracia y de velar por el bien común, ha de pasar necesariamente por el abandono de la antipolítica fácil y barata y por el refuerzo de una visión positiva, prestigiada, del trabajo por lo público y lo colectivo. Maquiavelo, por cierto, fue un autor que pertenecía a la filosofía política del republicanismo, heredera de Aristóteles o Cicerón, y nunca habría afirmado las idioteces que hoy se dicen sobre los representantes públicos. Demasiado tienen ya con aguantar el chaparrón de injustas sandeces que se vierten todos los días sobre sus cabezas sin justificación alguna. Así que, con Maquiavelo, muchas gracias por estar ahí, políticos.
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