La humanización de las mascotas es una de las principales excrecencias de la actual posmodernidad líquida, pero la invasión perruna que sufren nuestras calles y ... plazas supera cualquier límite de lo aceptable. Cáceres, sin ir más lejos, es una ciudad que cuenta ya con más de treinta mil perros, uno por cada tres vecinos, convirtiéndose en una de las capitales de provincia con más canes por habitante de toda España y, correlativamente, en una de las más envejecidas. Mientras los niños y niñas brillan por su ausencia en los paseos, parques y plazoletas, los perros parecen quintuplicarse por semana, adueñándose olfativamente ellos, pero sobre todo sus dueños, del espacio público. Porque no sé desde cuándo hemos aceptado y normalizado que todas las calles, todas, huelan constantemente a mierda, a orín fermentado con urea de dálmata y a zurullo de caniche. En el conticinio, en esa hora en la que la ciudad parece comenzar su dormición esperando al nuevo día, las rúas son invadidas por una legión de paseantes arrastrando caninos, que se cruzan además con la no menos infausta legión de cuarentones de gimnasio y chándal, y que solo se paran para observar con delectación cómo sus perros cagan y mean en la calle de todos.
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Las honorables ordenanzas municipales, esa cosa jurídicamente no identificada, establecen que los dueños deben a continuación agacharse y recoger el mojón o, con premura y diligencia, verter sobre el río de orín un poquito de agua con algún tipo de lejía. Pero nosotros fuimos los que inventamos aquello de acato y no cumplo, por lo que del cumplimiento de tan loable intención municipal poco pueden enorgullecerse algunos bípedos catovis. Y como los que no tenemos mascota urbana estamos ya camino de constituir una minoría, y ahora toda minoría se convierte automáticamente en sujeto de derechos, no estaría de más que la corporación local, o las autoridades pertinentes, se esforzaran en cumplir la normativa para que podamos disfrutar, simplemente, del derecho a pasear por las calles del barrio sin que se nos pegue a la suela un cagajón o sin que el hedor diurético se nos incruste hasta en el hipotálamo. En más de una ciudad europea la policía puede analizar los restos mierdiles y multar al propietario desobediente que no los recoge, una fantástica iniciativa civilizatoria.
Lo de los parques y parterres es otro cantar: tiempo ha que podían ser lugar de esparcimiento para los impúberes y no tan pequeños. Ahora simplemente se han convertido, la mayoría de ellos, en la continuación hedionda de los escasos pipicanes que salpican la geografía urbana, algo que también tendría que ser enmendado. Con tanto perro como vecino, ¿por qué no se habilitan más espacios para la cagancia canina? ¿Por qué no se limpian con regularidad? Así quien quiera deleitarse en los olores cuadrúpedos e intentar ligar al mismo tiempo con los condueños bípedos puede hacerlo sin ensuciar el resto de la ciudad. Que por derechos no sea.
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